Principales adoradores en la Biblia

INTRODUCCIÓN

Por toda la tierra sopla un viento nuevo. Hay, en la iglesia cristiana, un renovado interés en la adoración. Este interés se observa tanto en el púlpito como en la banca. Todo el mundo lo habla. La renovación se siente en el aire.

Principales adoradores en la Biblia

Los que postulan las tendencias de la iglesia indican que en todas partes, independientemente del sesgo denominacional, los creyentes tienen hambre de una auténtica experiencia cuando se reúnen para la adoración. Welton Gaddy escribe: «La adoración es fundamental. Es el cimiento de todo lo demás que la iglesia hace». Esta hambre de adorar a Dios de una manera bíblica pura y correcta es una respuesta natural a la condición de nuestro tiempo.

Nuestra sociedad está confundida. La gente corre de moda en moda buscando respuestas, esperando encontrar satisfacción a la ventura. No es sorpresa que en medio de tales corrientes el pueblo de Dios empiece a marchar a un paso diferente. Y la Biblia es clara:

• «Mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Ro 5.20b)

• «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac 4.6b).

• «Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía» (Sal 42.1).

• «Estos confían en carros, y aquéllos en caballos; mas nosotros del nombre de Jehová nuestro Dios tendremos memoria» (Sal 20.7).

Como nuestra cultura se vuelve cada vez más caótica, el cristiano debe adoptar una perspectiva claramente centrada en el «YO SOY» de las Escrituras (Ex 3). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (véase Jn 17.14). Por consiguiente, como ha escrito Richard J. Foster: «Si el Señor ha de ser el Señor, la adoración a Él debe tener prioridad en nuestra vida».

La esencia de este llamado contemporáneo a la adoración se basa en la capacidad de dar prioridad a la adoración como la actividad central de la vida y de hacerla significativa empleando los patrones bíblicos. Una vida habilitada por la adoración vibrante es un testimonio claro de que la resurrección de Cristo es verdad, no ficción.

En ese sentido, investiguemos los antecedentes bíblicos de aquellos hombres que adoraron a Dios.

I ADORADORES EN LA ÉPOCA ANTEDILUVIANA

1) ADÁN: No existe en la Biblia ninguna referencia en la que el primer hombre creado hubiese manifestado un acto de adoración a Dios; tampoco se tiene una referencia de cuanto tiempo vivió Adán y Eva en el paraíso antes de su caída. Pero si se puede inferir en las escrituras que la comunión de Adán con Dios era perfecta, en Génesis 3:8, dice la palabra: “Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto”. Adán y Eva estaban familiarizados con la presencia de Dios, hasta el punto que sabían cuando Dios estaba cerca de ellos; vivían en constante adoración a Dios, mas esta se rompió por el pecado a causa de la desobediencia. Adán y Eva trataron de cubrirse con hojas de higuera sin obtener ningún resultado.

2) CAÍN Y ABEL: La sangre, algo esencial para estar bien ante Dios: El asunto de los sacrificios de sangre, como parte esencial de nuestra posición ante Dios, se presenta por medio de las ofrendas de Caín y Abel. De acuerdo con la lección fundamental que ofreció Dios en relación con el pecado de Adán y Eva (Gen.3.21), la ofrenda vegetal de Caín, fruto de sus propios esfuerzos, era una ofrenda para justificarse a sí mismo y una negativa a vivir bajo el pacto revelado de Dios. La ofrenda de Caín fue rechazada, de la misma forma que lo fue el intento de Adán de usar hojas de higuera para cubrirse. Pero la ofrenda de Abel, un sacrificio de sangre, agradó a Dios. El sacrificio de animales en el huerto por parte de Dios había sentado el principio de la sangre como la vía para acercársele. Quedó en evidencia que adoptar una actitud adecuada de fe y justicia, ante un Dios hacedor de pactos era asunto de vida o muerte, y no algo que dependía meramente de los esfuerzos humanos. Tanto la promesa de Dios en 3.15 como la fe de Adán en 3.20 se ven en 4.1. Eva trajo al mundo una nueva vida y pensó que su hijo era la simiente prometida. Una posible traducción sería: «He adquirido varón: ¡el Señor!». «Caín» significa «adquirido», se miraba al niño como un don de Dios. Abel significa «vanidad, vapor»: Sugiere la futilidad de la vida separados de Dios, o quizás la desilusión de Eva porque Caín no era la simiente prometida. Desde el mismo principio vemos una división del trabajo: puesto que a Caín se identifica con la tierra, a Abel con el ganado. Como Dios ya había maldecido la tierra (3.17), por eso a Caín se le identifica con esa maldición. Esta primera familia debe haber conocido un lugar definido de adoración, por cuando ambos hijos trajeron ofrendas al Señor. Quizás se deba a que la gloria de Dios habitaba en el árbol de la vida, con el camino guardado por el querubín (3.24).

Hebreos 11.4 indica que Abel trajo su ofrenda por fe; y Romanos 10.17 enseña que «la fe viene por el oír». Esto significa que Dios debe haber enseñado a Adán y a su familia a cómo acercarse a Él, y 3.21 indica que se incluía el sacrificio de sangre. Hebreos 9.22 afirma que debe haber derramamiento de sangre antes de que exista remisión de pecado, pero Caín trajo de la tierra maldita una ofrenda sin sangre. Su ofrenda tal vez fue sincera, pero no se aceptó. No tenía fe en la Palabra de Dios, ni dependencia en el sacrificio de un sustituto. A lo mejor Dios «respondió por fuego» (Lv 9.24) y consumió la ofrenda de Abel, pero la de Caín se quedó en el altar. Caín tenía cierta forma de piedad y religión, pero negó el poder (2 Ti 3.5). Primera de Juan 3.12 indica que Caín era hijo del diablo y esto significa que practicaba una falsa justicia de la carne, no la justicia de Dios por fe. Jesús llamó «hijos del diablo» a los fariseos que se autojustificaban y culpó a los de su calaña por la muerte de Abel (Lc 11.37–51). Judas 11 habla acerca del «camino de Caín», que es la senda de la religión sin sangre, religión basada en buenas obras religiosas y justicia propia. Sólo hay dos religiones en el mundo actual: (1) la de Abel, que depende de la sangre de Cristo y su obra consumada en la cruz; y (2) la de Caín, que depende de las buenas obras y religión que agrada al hombre. ¡La una conduce al cielo, la otra al infierno!. Santiago 1.15 nos advierte que el pecado empieza de una manera pequeña, pero crece y lleva a la muerte.

Así ocurrió con Caín. Vemos desilusión, ira, celos y por último homicidio. El odio en su corazón le llevó al asesinato con sus manos (Mt 5.21–26). Dios vio el corazón sin fe de Caín y el semblante decaído y le advirtió que el pecado estaba agazapado como una bestia salvaje, esperando para destruirlo. Dios le dijo: «Él te desea, pero tú debes regir sobre él».

Lastimosamente Caín alimentó a la bestia salvaje de la tentación, ¡luego abrió la puerta y la invitó a entrar! Caín invitó a su hermano para hablar con él y después lo mató a sangre fría. Hijo del diablo (1 Jn 3.12), Caín, como su padre, era mentiroso y homicida (Jn 8.44). En el capítulo 3 tenemos a un hombre pecando contra Dios al desobedecer su Palabra; en el capítulo 4 vemos al hombre pecando contra el hombre.

3) SET Y ENOS: Set: (sustitución) Hijo de Adán que nació como sustituto de su finado hermano Abel, y progenitor de una línea santa en contraste con la de Caín (Gn 4.25, 26; 5.3–18; 1 Cr 1.1; y Lc 3.38). A los ciento cinco años de edad (la Septuaginta dice doscientos cinco) le nació su primogénito y lo llamó Enós. Como respuesta de Dios al primer duelo del mundo, es símbolo del fiel amor de Dios quien es «Padre de consolaciones» (2 Co 1.3s). La Biblia menciona en Gen. 4: 26 que con estos hombres se empezó a invocar (cultuar) el Nombre de Jehová.

4) NOE: El primer «pacto» aparece con Noé (Gn 8.20). Noé ofrece sacrificio a Dios, y vemos aparecer el término «pacto» al comprometerse Dios a nunca más destruir la creación por medio de un diluvio. LA SANGRE. Antes de Noé el concepto de pacto sólo puede ser inferido en la Biblia. El uso del término «pacto» aparece por vez primera cuando se relata la relación de Dios con Noé (6.18; 9.9). El pacto se establece mediante su ofrenda de sacrificio después del diluvio. En gratitud por su liberación, Noé construyó un altar y ofreció sacrificios de sangre. No hay ningún mandamiento específico que exija a Noé ofrecer sacrificios de sangre, lo cual claramente sugiere que ya se había establecido un precedente que databa desde Abel hasta las lecciones en el huerto del Edén, donde se requirió de un sacrificio de sangre para vestir a Adán y Eva. El sacrificio de Noé agradó a Dios, y Él respondió ofreciendo un pacto para no volver a destruir la creación mediante un diluvio. Esta es la primera ocasión en la historia bíblica cuando el término «pacto» se aplica a la relación entre Dios y un individuo, así como a sus descendientes; y que se establece como un pacto de sangre. El pacto de Dios con Noé (9.1–17) :La palabra pacto significa «cortar», refiriéndose al corte de los sacrificios que eran parte decisiva de llegar a un acuerdo (véase Gn 15.9ss). Mediante Noé Dios hizo un acuerdo con toda la humanidad y sus términos todavía siguen vigentes.

La base del pacto fue la sangre derramada del sacrificio (8.20–22), así como la base del nuevo pacto es la sangre derramada de Cristo. Los términos del pacto son estos: (1) Dios no destruirá la humanidad con agua; (2) el hombre puede comer carne de animal, pero no sangre (véase Lv 17.10ss); (3) hay temor y terror entre el hombre y la bestia; (4) los seres humanos son responsables del gobierno humano, visto en el principio de la pena capital (véase Ro 13.1–5).

Dios aparta el arco iris como señal y promesa del pacto. Esto no significa que el arco iris apareció por primera vez en ese momento, sino sólo que Dios le dio un significado especial cuando hizo este pacto. El arco iris se debe a la luz del sol y la tormenta, y sus colores nos recuerdan de la «multiforme (muchos colores) gracia de Dios» (1 P 4.10). El arco iris aparece como un puente entre el cielo y la tierra, recordándonos que en Cristo, Dios puso un puente sobre el abismo que separa al hombre de Dios.

Encontramos el arco iris de nuevo en Ezequiel 1.28 y Apocalipsis 4.3.

Debemos tener presente que el pacto fue con la «simiente» de Noé y esto nos incluye a nosotros hoy. Por eso la mayoría del pueblo cristiano ha apoyado la pena capital (9.5–6). Dios prometió vengar a Caín (4.15), pero en este pacto con Noé Dios les dio a los hombres la responsabilidad de castigar al asesino.

II ADORADORES EN LA ÉPOCA PATRIARCAL

1) ABRAHAM: Abraham, el patriarca del Antiguo Testamento, tomó en serio el llamado de Dios. No podía ser atrapado por sus posesiones, su ambiente o sus amistades. Cuando Dios habló, Abraham obedeció. En consecuencia, las bendiciones del Señor sobre la descendencia de Abraham es asunto de registro histórico. Un elemento crítico en el estilo de vida de Abraham era la adoración: tiempo a solas escuchando y momentos de adoración publica en el altar. Podemos aprender mucho del ejemplo de Abraham. La fe en Abraham se ve como la habilidad de Abraham para dirigir, y fue probada en tres áreas de la fe: 1) Fe para arriesgarse (12.1–5). Como hombre rico, él arriesgó todo para seguir a Dios. El líder consagrado está dispuesto a arriesgarlo todo por su fidelidad a Dios y aventurarse en lo desconocido. 2) Fe para confiar (17.1–27). Abraham y Sara ya hacía mucho tiempo que habían sobrepasado la edad de procreación. El líder consagrado no cree solamente en hechos, sino que mediante la fe va más allá de los hechos. 3) Fe para rendirse (22.1–19). Abraham sabía que el sacrificio de su hijo arruinaría cualquier esperanza de que se cumpliera la promesa que lo señalaba como futuro padre de muchas naciones. El líder consagrado está dispuesto a sacrificar todas las cosas preciosas para agradar a Dios. Pasemos ahora a Génesis 13.1–4. Aquí leemos cómo Abraham regresó a un altar y adoró al Señor. Aunque demostró seriedad respecto al llamamiento de Dios, evidenciado en su disposición para arriesgarse, también estaba consciente de su continua necesidad de Dios. A pesar de que Dios llama y nosotros decidimos obedecer, aún quizás necesitemos ocasiones regulares de refrigerio, de reafirmamos, renovando así nuestro espíritu y ajustando de nuevo nuestra perspectiva. El altar es simbólico. Allí, en el Antiguo Testamento, las personas reflexionaban acerca de Dios, dialogaban con Él, y recibían su fortaleza para continuar en la tarea. En el altar Abraham podía ser franco y diáfano, abriéndose, en consecuencia, para recibir sustento de Dios. «Sin adoración es difícil recordar lo que Dios desea e incluso mucho más difícil obedecer». Pacto, berit Un pacto, alianza, tratado, acuerdo, compromiso, fianza. Esta es una de las palabras de mayor importancia teológica en la Biblia. Aparece más de 250 veces en el Antiguo Testamento. Un berit puede hacerse entre individuos, entre un rey y su pueblo o entre Dios y su pueblo. Aquí el compromiso irrevocable de Dios consiste en que el Señor será Dios de Abraham y sus descendientes para siempre. Esta es la mayor provisión del pacto con Abraham, es la piedra angular de la relación eterna de Israel con Dios, una verdad confirmada por David (2 S 7.24), por el Señor mismo (Jer 33.24–26), y por Pablo (Ro 9.4; 11.2, 29). Todas las promesas bíblicas están basadas en esta gloriosa declaración. La circuncisión era una parte altamente significativa del pacto entre Dios y Abraham (vv. 10, 11).

Tiene también implicaciones simbólicas y espirituales para los adoradores modernos. El significado de la circuncisión. El acto de la circuncisión se requirió como señal del pacto previamente establecido con Abraham. Este no fue un nuevo pacto sino una señal externa que Abraham y sus descendientes habrían de adoptar para mostrar que ellos eran el pueblo del pacto divino. El hecho de que este acto se realizara en el órgano reproductivo masculino tiene, a lo menos, un doble significado: 1) cortar el prepucio significaba apartarse de la dependencia de la carne, y 2) su esperanza de futura prosperidad no debería descansar en su habilidad propia. La circuncisión era una aseveración de que la confianza descansaba en la promesa y fidelidad de Dios, más bien que en su propia carne.

2) ISAAC: (risa o uno que ríe). Segundo de los patriarcas, hijo de Abraham y Sara y padre de Esaú y Jacob. Su historia se encuentra en Gn 21.3–8; 35.27–29. Nació en la ancianidad de sus padres y por la aparente imposibilidad de que esto pudiera ocurrir, ambos rieron ante la noticia (Gn 17.17; 18.12–15; 21.6). Impulsada por su propia esterilidad, Sara dio su esclava Agar a Abraham (Gn 16.1, 2) y de esta unión nació Ismael. Después del nacimiento de Isaac, los celos entre Sara y Agar motivaron la despedida de Agar e Ismael de la casa de Abraham. Años después, Dios pidió a Abraham que sacrificara a Isaac, su único hijo, y así probó su fe mientras la devoción, humildad y sumisión de Isaac se destacaron. Abraham obedeció, y entonces Dios reiteró su promesa de que su descendencia sería innumerable (Gn 22.1–18). A los cuarenta años, Isaac se casó con su prima Rebeca y por medio de esta unión la promesa se cumplió. Rebeca fue estéril durante veinte años, pero Dios intervino en respuesta a las plegarias de Isaac y nacieron Esaú y Jacob (Gn 25.21ss). La preferencia que la madre sentía por Jacob, y la del padre por Esaú, provocó antagonismo, discordia y largas separaciones entre los hermanos. Cuando Isaac tenía ciento treinta años, Jacob, valiéndose de un engaño, arrebató a Esaú la bendición paterna y los derechos de primogenitura. Antes de su muerte, Isaac reconoció que las promesas divinas se cumplirían a través de Jacob (Gn 28.4). Murió a los ciento ochenta años y sus dos hijos lo sepultaron en Hebrón. Según el Nuevo Testamento, Isaac fue el primer circuncidado al octavo día (Hch 7.8); la descendencia de los elegidos se cuenta a partir de él (Ro 9.7).

Por ser hijo unigénito, nacido milagrosamente, heredero de la promesa a Abraham y destinado a ser padre de multitudes (Heb 11.9, 12) es mucho más significativa su restauración después del sacrificio «en sentido figurado» (Heb 11.17–19). Pablo se vale de Sara e Isaac como representaciones alegóricas de los cristianos justificados por la fe y libres herederos de todos los beneficios espirituales (Gl 4.21–31). Con Isaac es importante el monte Moriah (Jehová provee). Nombre de dos lugares en el Antiguo Testamento. 1. Lugar en que Abraham había de ofrecer a su hijo Isaac (Gn 22.2). 2. Monte en el que Salomón edificó el templo de Jerusalén (2 Cr 3.1), y donde David intercedió por su pueblo junto a la era de Arauna (2 S 24.16–25; 1 Cr 21.15–26).

Tradicionalmente se han identificado los dos sitios. Pero algunos eruditos han objetado, en relación con el sacrificio de Isaac, que Jerusalén no estaba lo suficientemente lejos de la región de los filisteos (donde vivía Abraham) como para precisar tres días de camino (Gn 22.3, 4). Sin embargo, la distancia desde el sur de Filistea hasta Jerusalén es como de 75 km, lo cual bien puede necesitar tres días de viaje. Además, el lugar mencionado en Génesis no es el monte Moriah, sino la «tierra de Moriah», en la que había varios montes. Probablemente el nombre se usaba también para referirse al monte en particular, y en una forma más amplia, a la región en general.

3) JACOB: (el que toma por el calcañar o el que suplanta). Padre del pueblo hebreo, cuya vida transcurrió, probablemente, en el siglo XVIII a.C. Fue hijo de Isaac y Rebeca y hermano gemelo de Esaú. Nació como respuesta a la oración de fe de su padre (Gn 25.21). Su historia aparece en Gn 25.21–50.14. Desde antes de nacer, su madre supo, por revelación divina, que en su seno se originarían dos grandes naciones ya divididas entre sí. Esaú nació primero, pero Jacob le siguió asido de su talón (Gn 25.22–26). Según la Ley antigua, la primogenitura le correspondía a Esaú, pero Jacob, con notable astucia, la consiguió de su hermano a cambio de un guisado (Gn 25.29–34; Heb 12.16). Aconsejado por su madre, Jacob obtuvo con engaño la bendición paterna (Gn 27.1–29), y Esaú, indignado, prometió matarlo (Gn 27.41). Como consecuencia, Rebeca misma se vio obligada a procurar que Isaac enviara a Jacob a Harán, con el pretexto de elegir esposa allí (Gn 27.42–28.5; Os 12.12). Durante su viaje Jacob tuvo una visión que le afectó profundamente: veía una escalera que llegaba hasta el cielo y ángeles de Dios que subían y bajaban. En aquel lugar Dios confirmó a Jacob el pacto con Abraham. Jacob erigió un altar, llamó a aquel lugar Bet-el (casa de Dios) e hizo voto ante Dios (Gn 28.11–22). Una vez en Harán Jacob permaneció con su tío Labán, a quien sirvió siete años para poder recibir a Raquel como esposa. Sin embargo, debió trabajar siete años más, Labán le entregó primero a Lea, su hija mayor (Gn 29.9–28).

De Lea, Jacob tuvo seis hijos varones: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón, y una hija, Dina; de la esclava de Lea tuvo a Gad y Aser. De la esclava de Raquel tuvo a Dan y Neftalí. Como respuesta divina a los ruegos de Raquel también tuvo con ella dos hijos, José y Benjamín, quienes llegaron a ser los favoritos de Jacob. Todos, excepto Benjamín que nació en el camino de Efrata (Belén) y costó la vida de su madre (Gn 35.16–19), nacieron en Padan-aram (Gn 35.23–26). Gracias a su astucia, Jacob prosperó tanto que provocó la envidia de los hijos de Labán. Como consecuencia, para zanjar las desavenencias y por indicación divina, se volvió a Canaán, pero Labán lo persiguió y alcanzó.

Este le propuso celebrar un pacto (Gn 31), se separaron amistosamente y Jacob pudo proseguir su viaje. Al pasar por Mahanaim le salieron al encuentro ángeles de Dios (Gn 32.1, 2). Por temor de su hermano Esaú, planeó hábilmente el encuentro con él. La noche anterior luchó con el ángel de Jehová y, en consecuencia, obtuvo una bendición. Fue entonces cuando recibió el nombre de Israel, «el que lucha con Dios» (Gn 24.32; Os 12.3, 4), nombre que se perpetuó en «los hijos de Israel» (Gn 42.5; 45.21), y llegó a abarcar a todo el pueblo elegido de Dios.

Jacob llamó a aquel lugar Peniel (el rostro de Dios). Después de su reconciliación con Esaú, Jacob se instaló en Siquem (Gn 33.18), pero debido al ultraje de que fue objeto su hija Dina, y a la consecuente venganza de Simeón y Leví contra la ciudad, tuvo que dejar Siquem.

Marchó a Bet-el, donde Dios le confirmó sus promesas (Gn 35.1–15).

Después llegó a Hebrón, a tiempo para sepultar a su padre (Gn 35.27–29). La predilección de Jacob por José y los sueños de este le crearon serios problemas de celos entre sus hijos. Una día los propios hermanos vendieron a José y le hicieron creer a Jacob que había muerto (Gn 37).

No sería sino años después, cuando fueron a Egipto debido a una escasez de alimentos, que Jacob y el resto de sus hijos descubrirían que el gobernador de aquella tierra era José (Gn 42–45). Jacob y sus demás hijos se instalaron en la tierra de Gosén, donde vivió diecisiete años más (Gn 46–47.28). Murió cuando tenía más de ciento treinta años, rodeado de sus hijos y después de otorgar a cada uno su bendición (Gn 48 y 49).

Lo llevaron a Canaán para sepultarlo en la cueva de Macpela, como siempre deseó (Gn 50.1–14). El nombre de Jacob aparece en las genealogías de Jesús (Mt 1.2; Lc 3.34). Es muy significativo que se mencione con Abraham e Isaac ocupando un lugar predominante en el Reino (Mt 8.11; Lc 13.28). Los Evangelios Sinópticos registran la mención que Jesús hace de Éx 3.6 (Mt 22.32; Mc 12.26; Lc 20.37). Esteban menciona a Jacob en su discurso (Hch 7.12–15, 46), y Pablo en Ro 9.11–13; 11.26. Finalmente el patriarca aparece en Heb 11.21 como uno de los héroes de la fe.

4) MOISÉS: Caudillo y legislador que sacó de Egipto a los hebreos, los organizó como nación y los condujo a la tierra prometida. La princesa egipcia le puso por nombre Mosheh (Éx 2.10), término cuyo origen quizás sea egipcio. Los egiptólogos lo consideran una derivación de mesu (hijo) vocablo que más tarde se hebraizó (mashah que significa, sacar). Su Niñez Y Preparación: Como padres de Moisés la Biblia menciona a Amram y Jocabed, ambos de la tribu de Leví (Éx 6.20), y como sus hermanos mayores a Aarón y María. Su madre, que se opuso a la orden del faraón de arrojar el niño al Nilo, lo escondió primeramente por tres meses en su casa, pero luego se vio obligada a deshacerse de él. Lo puso en el Nilo, y allí lo descubrió la hija del faraón cuando descendió a bañarse. Ella le brindó un hogar en su residencia. Para el desarrollo de Moisés, fue de mucha importancia lo particular de su salvación, pues la princesa que lo adoptó procuró que le enseñaran y educaran en la corte egipcia (Hch 7.22). La afirmación de Filón de que a Moisés lo instruyeron en toda la sabiduría helenística y oriental que se acumuló en Alejandría, no corresponde en este sentido a la realidad de los hechos. El helenismo y Alejandría son de tiempos bastante posteriores. Aun más fantástica resulta la teoría mencionada por Josefo de que Moisés haya sido un sacerdote de Osiris en Heliópolis y que solo más tarde adoptó el nombre de Moisés, o la otra de que él haya intervenido militarmente y con éxito en una guerra contra Etiopía. De todo esto la Biblia no dice nada. Con respecto a la juventud de Moisés, las Escrituras se limitan a informar que no obstante su posición social en la corte, no se avergonzó de su origen (Heb 11.24) y que huyó de la ira del faraón a Madián, por causa de un incidente violento (Éx 2.11ss) que un compatriota le descubrió y recriminó. Madián se encuentra en la parte sudeste de la península de Sinaí. Aquí se casó con Séfora, la hija del sacerdote Jetro (Éx 2.21), que según 2.18 se llamaba Reuel. En su destierro le nacieron a Moisés dos hijos, Gersón y Eliezer. Este período le fue de no menor importancia que el tiempo de su educación en la corte del faraón. Su Llamamiento: Moisés fue llamado, mientras pastoreaba las ovejas de su suegro, a ser el salvador de su pueblo.

Habían pasado cuarenta años desde su huida (Éx 7.10; cf. Hch 7.30), y ya tenía ochenta años cuando se le apareció el Señor en la zarza ardiendo (Éx 3 y 6). Como paso inicial debía exigir que el faraón dejara salir a Israel al desierto por tres días para celebrar allá una fiesta a su Dios. Todos los argumentos que Moisés presentó para rebatir su llamado, Dios los rechazó, aunque por fin se le otorgó la ayuda de su hermano Aarón (Éx 4). El éxodo: La situación de Israel en Egipto no había mejorado entretanto Moisés se presentaba ante el faraón. No obstante, no encontró en el pueblo una acogida favorable. Es evidente que la liberación no tuvo su punto de partida en el pueblo, sino en los designios de Dios. Una vez de vuelta en Egipto, la transformación de la vara de Aarón frente al faraón fue el preludio de los milagros que, por mano de Moisés, Dios haría en medio del pueblo opresor. El juicio contra las costumbres egipcias tenía como propósito demostrar que Jehová era Señor también en Egipto (Éx 8.10). Las diez Plagas confirmaron el inmenso poder del Señor de Israel, aunque una vez pasado el efecto de cada una el faraón volvía a endurecer su corazón.

Cuando murieron los primogénitos y el lamento inundó todas las casas de los egipcios, Israel salió apresuradamente. En lo sucesivo la Fiesta de la Pascua recordaría esta salvación del ángel de la muerte y la salida apresurada; los primogénitos se dedicarían a Jehová también en recuerdo de la salvación de los primogénitos israelitas en Egipto. Al éxodo siguió pronto un hecho salvador aun más impresionante: la liberación definitiva del pueblo en el mar Rojo. Este acontecimiento fue de carácter tan trascendental que tanto en la literatura profética como la poética del Antiguo Testamento se menciona repetidamente. Basándose en esta intervención, Dios reclama a Israel como propiedad suya (Sal 77; 78; 105; 135; 136; Is 11.15s; 63.11; Miq 7.15, etc.). En El Monte Sinaí: El «monte de Dios» o «monte de la manifestación divina» fue la meta inmediata después del éxodo. En el camino se manifestaron la poca fe, la impaciencia y la desconfianza de la muchedumbre. A cada una de estas manifestaciones, no obstante, correspondieron demostraciones de la omnipotencia y benignidad de Dios, las señales de la columna de fuego y de humo, el don del maná, de las codornices, del agua que brotaba de la peña, de la derrota de los amalecitas por el poder de la oración de Moisés y la manifestación divina en el Sinaí. Por intermedio de Moisés se realizó en el Sinaí la conclusión del pacto, y fue esta una ocasión más para demostrar su grandeza como jefe. Cuando el pueblo se entregó a la idolatría, Moisés se ofreció a sí mismo como ofrenda de inmolación en lugar de los rebeldes (Éx 32.31s; cf. Ro 9.3) y no descansó hasta que el Señor prometió de nuevo ir con el pueblo.

Después de haber acampado frente al Sinaí casi un año, partieron de este lugar guiados por el cuñado de Moisés y se dirigieron al norte. Sin embargo, las sublevaciones del pueblo se repetían, y cuando su falta de fe llegó a tal extremo que se negaron a ir a Canaán, ni aun Moisés con su acceso a la presencia de Dios pudo cambiar el fallo del Señor de que la generación presente no vería la tierra prometida. Muchos puntos de la peregrinación de cuarenta años a través del desierto permanecen oscuros, porque no siempre es posible determinar con certeza las diferentes jornadas. Además, no siempre el pueblo estaba en marcha.

Se menciona una larga permanencia en Cades. Al final, cuando llegó el momento en que debieran haber entrado en Canaán, y cuando por causa de los moabitas y edomitas debieron hacer un largo rodeo hacia el sur y después al este del monte Seir, siguiendo en dirección de Transjordania, de nuevo el pueblo se rebeló y tuvo que ser castigado. Por cuanto en un acto de rebelión aun Moisés y Aarón perdieron su fe, tampoco ellos podrían entrar en Canaán. En otra oportunidad, las murmuraciones se castigaron con serpientes venenosas, pero Dios mismo facilitó el remedio mediante la serpiente de bronce. Después de ganar dos batallas en el Arnón contra los amorreos, quedó abierto el camino para ocupar el país al este del Jordán. Los moabitas trataron de corromper a Israel mediante el hechicero Balaam sin medirse en una batalla campal. Cuando se malogró esto, consiguieron despertar en ellos los deseos carnales a través del culto sensual del dios Baal, lo cual provocó el juicio divino tanto sobre Israel como sobre Madián. En El Río Jordán: Al terminar los cuarenta años de peregrinación, también llegó a su fin la vida de Moisés. El territorio ocupado al este del Jordán, Moisés se lo adjudicó a las tribus de Rubén y Gad y a la media tribu de Manasés, pero con la condición de que al tomar el país prestaran ayuda a sus hermanos. En las llanuras de Moab, según nos informa Deuteronomio, Moisés repitió la Ley con las modificaciones que se hacían necesarias porque los hijos de Israel estaban a punto de radicarse definitivamente en el país y porque era inminente el fin de la peregrinación. Con un himno profético Moisés predijo los caminos del pueblo y de Dios, y fue un profeta del agrado divino (Dt 32). Bendijo a las tribus individualmente como antaño lo hiciera Jacob antes de morir (Dt 33). Desde el monte Nebo contempló el país prometido que fuera la meta de su esperanza y de su conducción del pueblo. Después murió en la comunión con Dios, tal como había vivido, a los 120 años de edad (Dt 34.7). Su sepulcro nunca se descubrió. Israel lamentó su muerte durante treinta días. La Persona de Moisés: A lo largo de toda una vida con Dios, Moisés, que originalmente tenía un temperamento violento, llegó a ser el «varón de Dios» y aun el «siervo del Señor». No hay ningún otro en el antiguo pacto que se haya subordinado tan completamente a la voluntad de Dios (Nm 14.11ss). Aprendió a dominarse y humillarse, de modo que con razón pudo llamársele «muy manso más que todos los hombres» (Nm 12.3). Comprendió toda la carga de su vocación, y fue como un «padre» del pueblo, aunque esta carga se le hizo siempre más pesada por cuanto el pueblo era de dura cerviz. Siempre estuvo dispuesto a cargar de nuevo con las faltas del pueblo como sacerdote frente a Dios, a defenderlo con intercesión y a cubrirlo atrayendo sobre sí mismo la ira justa de Dios. Con todo esto, ni el pueblo ni sus parientes más cercanos comprendieron y ayudaron a Moisés. Hasta sus hermanos se confabularon contra él. Nada pudo amargarlo permanentemente, sin embargo, porque su humildad no era debilidad. Donde se trataba del honor de Dios, podía ser inexorablemente severo (Éx 32.27). Cristo le llamó «profeta». De Moisés se afirma con más frecuencia que de otros hombres de Dios, que Dios le haya hablado. Más a menudo que a otros se le llama «siervo del Señor», o incluso «siervo de Dios». De este modo era el profeta sin igual (Nm 12.6s) que hablaba con Dios «cara a cara» (Dt 34.10), que podía ver al Señor sin verlo. Por eso su rostro irradiaba la gloria de Dios de modo que debía cubrirlo delante del pueblo (Éx 34.29). Como «mediador del pacto», que imprimió a Israel su sello teocrático e hizo que fuera llamado el pueblo de Yahveh, Moisés estableció el arca del pacto en el santo tabernáculo. Instituyó la tribu de Leví como la tribu sacerdotal, y en medio de esta distinguió particularmente a la casa de Aarón. A ellos entregó el oficio del sumo sacerdocio y estipuló lo esencial para los sacrificios y ofrendas, según las indicaciones divinas. Con bastante frecuencia se destaca la intervención personal de Moisés al comunicar las disposiciones divinas (Éx 24.3; 34.27; Dt 31.9), ya se tratara de escribir las leyes (Éx 24.4–7), de datos históricos, como la batalla contra los amalecitas (Éx 17.14) o de referencias a los jornadas (Nm 33.2). Con razón se le atribuye en el Nuevo Testamento una posición singular como mediador del antiguo pacto. Cristo y los apóstoles lo consideran el autor del Pentateuco (Mc 12.26; Lc 24.44), o el mediador de la Ley, pero también se presenta junto con los profetas como dador de la Ley, especialmente junto con Elías (Mt 17.3). A los profetas correspondía inculcar de nuevo la Ley recibida en tiempos anteriores. En este sentido el Nuevo Testamento concluye que «la ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad llegaron por Jesucristo» (Jn 1.17). Moisés es un ejemplo interesante de un hombre que lo arriesgó todo para seguir el llamado de Dios.

Recuerde el momento en que Moisés notó por primera vez la zarza que ardía en fuego, sin consumirse, se detuvo y se acercó (Ex 3). Ciertamente tenía curiosidad; sin embargo, algo mucho más profundo estaba ocurriendo. Primero, se acercó más espontáneamente; arriesgándose al poder de la presencia de Dios. Fue voluntario. Dios llamó y él respondió: «Heme aquí». La disposición humana de acercarse al Señor siempre indica bendición. Es el primer paso del diálogo significativo, divino. Metafóricamente, se abre una puerta; y de manera asombrosa, pese a nuestra debilidad humana, controlamos la velocidad y la trayectoria de la apertura de la puerta. Nuestra actitud mueve o frustra la mano de Dios. Cuando Dios llama, tenemos múltiples opciones, como son: 1. Podemos endurecer nuestra cerviz, dando a entender que todo está bien en nuestras vidas: «Gracias, Dios, pero en realidad no te necesito por ahora», por así decirlo. 2. Podemos decidir no escuchar la voz de Dios y con egoísmo seguir nuestra voluntad, nuestras propias actividades. 3. Podemos aun intentar aplacar el llamado de Dios, diciendo en efecto: «Veamos qué es lo que quieres, y si es algo en lo que saldré ganado, oraré al respecto». Todas estas alternativas son claramente arrogantes, oportunistas y absolutamente insensatas. Representan un tipo de ruleta rusa espiritual: un juego en el cual hemos elegido apostar a nuestro conocimiento finito, cuando podríamos aprovechar plenamente la infinita sabiduría de Dios. Por otro lado, sin embargo, podemos escoger obedecer de manera voluntaria a Dios. Los individuos que responden positivamente al llamamiento de Dios exhiben tres valiosos rasgos de conducta: 1. Demuestran sensibilidad ante Dios. 2. Claramente toman con seriedad la empresa de Dios en todo el mundo. 3. Fáciles de enseñar: Receptivos a la instrucción y el consejo.

5) JOSUÉ: Josué nació en la esclavitud egipcia. Su padre era Nun, de la tribu de Efraín (1 Cr 7.20–27); no sabemos nada acerca de su madre.

Originalmente su nombre era Óseas, que significa «salvación», pero
Moisés se lo cambió a Josué, que significa «Jehová es salvación» (Nm 13.16). Era un esclavo en Egipto y sirvió como ministro de Moisés durante el peregrinaje de la nación (Éx 24.13). También dirigió el ejército en la batalla contra Amalec (Éx 17) y fue uno de los dos espías que tuvieron la fe para entrar en Canaán cuando la nación se rebeló en incredulidad (Nm 14.6ss). Como resultado de su fe, se le permitió (junto con Caleb) entrar en la tierra prometida. La tradición judía dice que Josué tenía ochenta y cinco años cuando ocupó el lugar de Moisés a la cabeza de la nación. Josué 1–12 (la conquista de la tierra) abarca aproximadamente los siguientes siete años; pasó el resto de su vida dividiendo la herencia y gobernando a la nación. Murió a los 110 años (Jos 24.29). El NT aclara que Josué es un tipo de Cristo (Heb 4.8, en donde «Jesús» debe traducirse «Josué»). El nombre «Jesús» en el griego es equivalente a «Josué»; ambos significan «Salvación de Dios» o «Jehová es el Salvador». Así como Josué conquistó a enemigos terrenales, Cristo ha derrotado a todo enemigo a través de su muerte y resurrección. Fue Josué, no Moisés (que representa la ley), quien introdujo a Israel en Canaán, y es Jesús el que nos conduce al reposo y victoria espiritual. Así como Josué asignó a las tribus su herencia, Cristo nos ha dado nuestra herencia (Ef 1.3ss). Los sucesos a destacarse en cuanto a la adoración de Josué son: 1-Los monumentos del cruce (Cap. 4): Dos montones de piedras fueron levantados: uno por los doce hombres seleccionados en la orilla del río (3.12; 4.1–8) y uno por Josué en medio del río (4.9–10). Debían ser monumentos recordando el cruce y para nosotros nos dan maravillosas verdades espirituales. Las doce piedras en la orilla del Jordán procedían del medio del río (v. 8), como evidencia de que Dios dividió las aguas e hizo cruzar a su pueblo con seguridad. Las doce piedras ocultas en medio del río sólo Dios podía verlas, pero también hablaban del cruce maravilloso de Israel. Estos dos montones de piedras son un cuadro de la muerte y sepultura de Cristo (las piedras ocultas) y la resurrección (las piedras en la orilla). Al mismo tiempo, ilustran la unión espiritual del creyente con Cristo; cuando murió, nosotros morimos con Él; fuimos sepultados con Él; ¡resucitamos en victoria con Él! Véanse Efesios 2.1–10; Gálatas 2.20; Colosenses 2.13; Romanos 6.4–5. Hoy la Iglesia tiene dos monumentos de esta gran verdad: (1) el bautismo nos recuerda que el Espíritu de Dios nos ha bautizado en Cristo, 1 Corintios 12.13; (2) la Cena del Señor señala hacia atrás, a su muerte, y hacia adelante, a su Segunda Venida. Los judíos no podían lograr la victoria en Canaán y vencer al enemigo sin antes atravesar el Jordán. Tampoco los cristianos de hoy puede vencer a sus enemigos espirituales a menos que mueran a sí mismos, se consideren crucificados con Cristo y le permitan al Espíritu darles el poder de la resurrección. Repase la explicación de esta verdad en los Bosquejos expositivos del Nuevo Testamento sobre Romanos 5–8. 2- La señal del pacto (Cap. 5): Tan pronto como los judíos estuvieron seguros en el otro lado, Dios les ordenó que recibieran la señal del pacto, la circuncisión (Gn 17). Colectivamente como nación habían atravesado la experiencia de «muerte» al cruzar el río. Ahora debían aplicar esa «muerte a sí mismos» individualmente. Por toda la Biblia la circuncisión física es siempre un cuadro de una verdad espiritual. Por desgracia los judíos dieron más importancia al rito físico que a la verdad espiritual que enseñaba (véase Ro 2.25–29). La circuncisión es un cuadro de quitarse lo que es pecaminoso, y en el NT se ilustra con despojarse del «viejo hombre» de la carne (Col 3.1ss; Ro 8.13). No es suficiente que diga: «Morí con Cristo»; debo hacer esta verdad práctica en mi vida diaria al «hacer morir» las obras de la carne. El judío del AT se despojaba de una pequeñísima parte de su carne. Por medio de Cristo, no obstante, el cristiano del NT se ha despojado «del cuerpo pecaminoso carnal» (Col 2.9–13). Esta operación en Gilgal, entonces, es una ilustración de la verdad de que cada creyente debe vivir «crucificado con Cristo» (Gl 2.20). Los varones judíos no habían recibido esta señal del pacto durante su peregrinaje por el desierto y por una buena razón: Su incredulidad suspendió temporalmente su relación de pacto con Dios (Nm 14.32–34). Cuando rehusaron entrar en Canaán debido a su incredulidad, Dios «los entregó» a años de peregrinaje hasta que muriera la vieja generación. Ahora la nueva generación iba a recibir la señal del pacto. «El oprobio de Egipto» quizás significa el oprobio que los egipcios (y otras naciones) acumularon sobre los judíos mientras estos deambulaban por el desierto (véanse Éx 32.12ss; Dt 9.24–29). Su incredulidad no glorificó a Dios y las naciones paganas dijeron: «¡El Dios de ustedes no es lo suficiente fuerte para llevarlos a Canaán!» Ahora Dios los hacía entrar en la tierra prometida y el oprobio había desaparecido. La nueva generación cruzó el Jordán, pero no atacaron de inmediato a Jericó. ¡Muchos de los cristianos de hoy se hubieran precipitado a la batalla! Pero Dios sabía que su pueblo necesitaba prepararse espiritualmente para la lucha que quedaba por delante, de modo que les hizo esperar y descansar. Mientras lo hacían, celebraron la Pascua. Cuarenta años antes la nación fue liberada de Egipto en aquella noche de Pascua. Dios les dio nuevo alimento: el «fruto» (espigas) de la tierra. El maná era el alimento para la nación cuando eran peregrinos, pero ahora se establecerían en la tierra. Véanse Deuteronomio 6.10–11 y 8.3. Las espigas hablan de Cristo en la bendición de la resurrección, porque la semilla debe sepultarse antes de que pueda dar fruto (Jn 12.24). El orden de los hechos nos recuerda de nuevo su muerte, sepultura y resurrección: guardaron la Pascua (su muerte) y comieron del fruto de la tierra (resurrección). La principal lección de estos capítulos es clara: no puede haber conquista sin la muerte a uno mismo (cruzar el Jordán) e identificación con la resurrección de Cristo (los dos monumentos de piedras). Antes de que los judíos pudieran lograr la victoria sobre el enemigo, tenían que experimentar la victoria sobre el pecado y ellos mismos. La vida de este gran líder del pueblo de Dios no revela falla alguna en las labores que se le encomendaron. En su juventud aprendió a designar responsabilidades como hombre; como ciudadano, buscó lo mejor para su patria; como militar, fue honorable e imparcial. A lo largo de sus días, Josué mostró obediencia al trabajo que Dios le asignó y lo desempeñó orgullosamente. Las palabras «yo y mi casa serviremos a Jehová» expresan el lema de su vida (Jos 24.15).

III. ADORADORES EN LA ÉPOCA DE LOS JUECES

Así como Josué continúa la historia de Israel después de la muerte de Moisés (Jos 1.1), el libro de Jueces toma la historia de Israel después de la muerte de Josué (Jue 1.1). Este es un libro de derrota y desgracia, como vemos en el versículo clave (Jue.17.6). «Cada uno hacía lo que bien le parecía»; la adoración también decayó en gran manera por la idolatría del pueblo. El Señor ya no era más el «Rey en Israel»; las tribus se dividieron; el pueblo comenzó a mezclarse con las naciones paganas; y fue necesario que Dios castigara a su pueblo. Tenemos un resumen del libro en Jue. 2.10–19: bendición, desobediencia, castigo, arrepentimiento, liberación. Jueces es el libro de la victoria incompleta; es un libro de fracaso del pueblo de Dios al no confiar en la Palabra ni tomar posesión del poder de Él.

En este libro se mencionan doce jueces diferentes que Dios levantó para derrotar a un enemigo en un territorio en particular y dar reposo al pueblo. Estos jueces no fueron líderes nacionales; más bien fueron líderes locales que libraron al pueblo de varios opresores. Es posible que algunos de los períodos de opresión y descanso se superpongan. No todas las tribus participaron en cada batalla y a menudo había rivalidad entre ellas. Que Dios llamara a estas «personas comunes» como jueces y que las usara con tanto poder es otra evidencia de su gracia y poder (1 Co 1.26–31). El Espíritu de Dios vino sobre estos líderes para una tarea en particular (6.34; 11.29; 13.25), aun cuando a menudo sus vidas personales no fueron ejemplares en todo detalle. Los varios cientos de años bajo los jueces prepararon a Israel para su petición de un rey (1 S 8). Sin embargo se destacan dos hombres en particular:

1) GEDEÓN: Hebreos 11.32 pone a Gedeón a la cabeza de la lista de los jueces. Aunque algunas veces vaciló en su fe, todavía es «un hombre de fe» que se atrevió a confiar en la Palabra de Dios. Cuando nos damos cuenta de que era un granjero, no un guerrero adiestrado, ¡vemos cuán maravillosa fue su fe! Trazaremos la carrera de Gedeón en dos aspectos: Gedeón el cobarde (Jue.6.1–24): Siete años de servidumbre bajo los madianitas condujeron a Israel a su punto más bajo. En lugar de «subir sobre las alturas» (Dt 32.13) ¡se escondían en cuevas! A los israelitas ni siquiera se les permitía cosechar su propio grano, lo que explica por qué hallamos a Gedeón escondido en el lagar. El profeta de Dios (vv. 7–10) le recuerda al pueblo su incredulidad y pecado; entonces el Ángel del Señor, Cristo mismo, visitó a Gedeón para prepararle para su victoria. Recuérdese que Dios había olvidado temporalmente a su pueblo; ahora obraba por medio de individuos escogidos (Jue.2.18). Cuando el Ángel llamó a Gedeón «varón esforzado y valiente» (v. 12), parecía mofa, sin embargo Dios sólo indicaba de antemano lo que Gedeón llegaría a ser por fe. Nos recuerda las palabras de Cristo a Pedro: «Tú eres[ … ] serás» (Jn 1.42). Pero vea la incredulidad de Gedeón, que era la causa de su cobardía, en su pregunta a Dios: «Si[ … ] por qué[ … ] en dónde[ … ] cómo[ … ] si[ … ]?» ¡Luego le pide que le dé una señal! Esto sin duda no es el lenguaje de la fe. Gedeón confesó que Dios castigó con justicia a su pueblo (v. 13), pero no podía entender cómo usaría a un pobre campesino como él para librar a la nación. Dios enfrentó su incredulidad con una serie de promesas: «Jehová está contigo»; «salvarás a Israel»; «¿no te envío yo?»; «Ciertamente yo estaré contigo» (vv. 12, 14, 16). La fe viene por el oír la Palabra de Dios (Ro 10.17). Gedeón necesitó una señal y Dios con su gracia se la concedió (vv. 19–24). Sin embargo, no es un buen ejemplo a seguir. «Jehová-shalom» significa «el Señor es nuestra paz» (vv. 23–24). Gedeón el desafiador (Jue. 6.25–32): Una cosa es encontrar a Dios en el secreto del lagar, pero otra muy diferente es erguirse por el Señor en público. Esa misma noche Dios probó la dedicación de Gedeón al pedirle que derribara el altar idólatra de su padre a Baal y que edificara un altar a Jehová. Más que esto, debía sacrificar el toro de su padre (tal vez reservado para Baal) sobre el nuevo altar. El testimonio cristiano empieza en casa. Gedeón obedeció al Señor, pero mostró incredulidad al hacerlo de noche (v. 27) y al pedir a otros diez hombres que lo ayudaran. ¡Podemos imaginar el furor del vecindario cuando a la mañana siguiente descubrieron el altar destruido! ¿Mataron a Gedeón? ¡No! Antes bien Gedeón se convirtió en un líder, capaz de reunir al ejército y prepararse para luchar. Dios nunca usa a un «santo secreto» para ganar grandes batallas. Debemos salir a la luz y asumir nuestra posición, cueste lo que cueste. Otro aspecto inherente a la disposición para seguir el llamado de Dios es la calidad del aprendizaje. Los que se dejan enseñar crecerán en madurez espiritual. Aprenden de sus equivocaciones, y por tanto adquieren percepción en los desafíos de la vida. Sin embargo, ser fácil de enseñar implica más que una disposición para aprender.

Requiere un estado de humildad, lo cual es raro. Los que son enseñables toman a Dios más seriamente que a sí mismos. No son orgullosos ni obstinados. Reconocen la infinita capacidad de Dios para hablar a través de otros. Respetan a toda la humanidad. Pueden aprender de los ancianos y de los jóvenes. Cosechar un espíritu fácil de enseñar es de valor para toda la vida, prohibiendo el orgullo conforme las experiencias se acumulan y las bendiciones crecen. A Gedeón le faltaba fe pero estaba dispuesto a aprender a confiar en Dios. Su espíritu fácil de enseñar creó el sendero para un futuro mejor.

2) SAMUEL:Eli y su familia nos muestran el estado de la adoración y el verdadero culto a Jehová. ¡Qué trágico es cuando un siervo del Señor (y además sumo sacerdote) fracasa al no ganar a sus hijos para el Señor! Estos hijos de Elí eran egoístas, porque ponían sus deseos antes que la Palabra de Dios y las necesidades del pueblo; eran imperiosos; y llenos de lujuria (1 Sam.2.22). Filipenses 3.17–19 es una descripción perfecta de estos sacerdotes impíos. Nótese la repetición de la palabra carne. Advierta también en el versículo 18 de 1 Samuel 2, se aprecia el contraste entre los hijos de Elí y el joven Samuel: «Pero Samuel». No hay duda de que los hijos de Elí se reían del joven Samuel y le ridiculizaban por su ministerio fiel; pero Dios iba a intervenir y arreglar cuentas sin que pasara mucho tiempo.

Un día los Filisteos atacaron el pueblo de Israel y los ancianos al ver su derrota, mandaren por el Arca. Ellos pensaron que podrían usarla como “contra” pero en vez de ayudarles, los filisteos capturaron el Arca y se burlaron de la fe de los israelitas. El desenlace fue fatal, el Arca secuestrada, los hijos de Elí. Ofni y Fines murieron. El sacerdote Elí también murió y su nuera, esposa de uno de sus hijos, dio a luz prematuramente y al morir exclamó “traspasada es la gloria de Jehová” ( 1S. 4: 1-22). Samuel vivió durante un período de dura crisis en Israel. Los jueces eran cada vez más incapaces de unir a la nación. Cuando Elí y sus perversos hijos murieron, Samuel todavía era demasiado joven para dirigir al pueblo. Los filisteos capturaron el arca, destruyeron Silo y dominaron la parte sur de Israel. No fue sino veinte años más tarde que Dios levantó a Samuel para encabezar un gran avivamiento religioso (1 S 7.2–6). Dios le concedió la victoria sobre los filisteos (1 S 7.5–14) y desde entonces fue líder del pueblo (1 S 7.15–17). Samuel desempeñó un papel importante en el establecimiento de la monarquía. Ya estaba viejo, sus hijos andaban mal y el pueblo clamaba por un gobierno más fuerte. Aunque la petición no agradó al principio a Samuel (1 S 8.6ss), Dios le pidió que ungiera a ® Saúl como «príncipe» (1 S 9.17ss). Se ha sugerido al respecto que el uso de nagid (príncipe) en vez de melec (rey) indica que Samuel no miraba en Saúl a un rey al estilo de las demás naciones, sino a un líder militar que habría de unir al pueblo y salvarlo de los filisteos. Samuel entristeció, por tanto, cuando Dios rechazó a Saúl a causa de su desobediencia y Dios le ordenó ungir a David hijo de Isai como rey sobre Israel. El respeto del pueblo por Samuel se puso de manifiesto cuando todo Israel lamentó su muerte (1 S 28.3). También fue Samuel el que estableció el movimiento profético. De acuerdo con 1 S 19.20–22, presidía un grupo de profetas. Fue fundador de las escuelas de Profetas que ejercieron mucha influencia religiosa y educativa durante la monarquía. Su énfasis en la obediencia de corazón en vez de en los ritos exteriores (1 S 15.22ss) presagia el mensaje de los grandes profetas que surgirían más tarde. La importancia de Samuel se reconoce en Sal 99.6, donde se le compara con Moisés y Aarón; en Jer 15.1, donde se le reconoce como intercesor y en Heb 11.32 donde se elogia por su fe y por ser un gran adorador de Jehová.

IV. ADORADORES EN LA ÉPOCA DE LA MONARQUÍA UNIDA

Jehová Dios había sido Rey de Israel y había cuidado a la nación desde sus inicios; pero ahora los ancianos de la nación querían un rey para que los dirigiera. Su petición la motivaron varios factores: (1) los hijos de Samuel no eran piadosos y los ancianos temían que cuando Samuel muriera llevarían a la nación a descarriarse; (2) la nación tuvo una serie de líderes temporales durante el período de los jueces y los ancianos querían un gobernante más permanente; y (3) Israel quería ser como las otras naciones y tener un rey a quien honrar. Las poderosas naciones alrededor de Israel eran una amenaza constante y los ancianos sentían que un rey les daría más seguridad. La reacción de Samuel al pedido muestra que comprendió por completo su incredulidad y rebelión; que estaban rechazando a Jehová. Al escoger a Saúl la nación rechazó al Padre; mucho después, al escoger a Barrabás, rechazaron al Hijo; y cuando escogieron a sus líderes en lugar del testimonio de los apóstoles, rechazaron al Espíritu Santo (Hch 7.51).

Aquí tenemos una ilustración de la voluntad permisiva de Dios: Les concedió su petición, pero les advirtió lo que les costaría. Véase en Deuteronomio 17.14–20 la profecía de Moisés en cuanto a este suceso. ¡La nación escuchó a Samuel y luego de todas maneras pidieron rey! Querían ser como las demás naciones, aun cuando Dios los llamó a que fueran un pueblo separado de las naciones. El capítulo 9 de 1 de Samuel, explica cómo Saúl fue traído a Samuel y ungido en privado para ser rey. Nótese su humildad en 9.21 y también en 1 S. 10.22 cuando vaciló para ponerse ante el pueblo. Dios le dio a Saúl tres señales especiales para confirmarle (10.1–7). Samuel también instruyó a Saúl para que se quedara en Gilgal y esperara su regreso (10.8). El versículo 8 debería traducirse: «Cuando vayas antes que yo a Gilgal»; o sea, en alguna fecha futura cuando Saúl tuviera el ejército listo para la batalla. Este suceso ocurrió varios años más tarde; véase el capítulo 13 de 1 de Samuel.

Saúl tenía todo a su favor: (1) un cuerpo fuerte, 1 S. 10.23; (2) una mente humilde, 1 S. 9.21; (3) un nuevo corazón, 1 S.10.9; (4) poder espiritual, 1 S. 10.10; (5) amigos leales, 1 S. 10.26; y, sobre todo, (6) la dirección y oraciones de Samuel. Sin embargo, a pesar de estas ventajas, fracasó miserablemente. ¿Por qué? Porque no le permitió a Dios ser el Señor de su vida.

1) DAVID: David, otro hombre que tomó en serio el llamamiento de Dios, subsecuentemente arregló su vida según eso, y le dio forma con su adoración a Dios. El libro de los Salmos está cargado de ricos ejemplos del deseo de David de agradar a Dios, una vez que captó el llamado de Dios a adorarlo y servirlo. Su búsqueda de Dios en una dimensión íntima es muy instructiva. Recordando la admonición de Santiago 1.22: (Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos). como una precaución sabia de que no la estudiemos meramente, sino que seamos moldeados. Ahora, en el Salmo 5.1–3 captamos el corazón de David, de un hombre que se deleitaba adorando a Dios. En este Salmo David procura probar que el orden y la perseverancia son necesarios en la oración diaria. La repetición de la frase: «de mañana» justifica una alternativa en la traducción: «de mañana en mañana». También es significativo que el salmista haya usado la palabra hebrea arak en su declaración de que dirigiría sus peticiones a Dios diariamente. Arak se emplea más frecuentemente en los escritos mosaicos para referirse al orden de los sacrificios que debían ser ofrecidos al Señor cada día por los sacerdotes (Éx 40.4). También se usa para describir un ejército que se organiza para la batalla (Jue 20.20–22). Tal uso indica que una «estrategia ordenada» ha sido preparada para entrar en combate. Estas definiciones connotan un orden bien pensado en las oraciones de David, una estrategia diaria de oración, con un propósito y una intención específicos. Una vez que David derrota a todos sus enemigos y extiende su reino hacia el Norte, decide construir casa donde more el Omnipotente. Dios no se lo permitió porque él fue hombre derramador de sangre y violento. Toda su vida después que entró en casa de Saúl estuvo en guerra. Sin embargo su adoración produjo un legado del cual nosotros recogemos hoy. Su obediencia al llamado de Dios establece un modelo. Abraham tuvo tanto éxito en el desarrollo de la obediencia que Dios le llamó «amigo», y David fue llamado «un varón conforme al corazón de Dios» (Hechos 13: 22).

Como dice John Perkins: «La fe auténtica es fe que obedece». Estos dos gigantes crecieron» a este tamaño desde una postura de rodillas… ¡en adoración!.

2) SALOMÓN: (el pacífico). Tercer rey de Israel (ca. 971–931 a.C.) y segundo de los cinco hijos que David tuvo de Betsabé (1 Cr 3.5; 14.4; 2 S 5.14; 12.24). No figura en la historia bíblica sino hasta los últimos días de David (1 R 1.10ss), a pesar de haber nacido en Jerusalén en el inicio del reinado de David (2 S 5.14), bajo un pacto eterno de Dios (2 S 7.12–15). Antes de su nacimiento Dios lo había designado sucesor de David (1 Cr 22.9, 10).

Comenzó la construcción del templo en el cuarto año de su reinado (966 a.C.). Para ello consiguió cedro y personas hábiles de Hiram de Fenicia y terminó la obra en el décimo primer año de sus funciones. En esta ocasión Dios se le apareció por segunda vez, y le prometió poner su nombre en el templo para siempre y afirmarlo en el trono de Israel perpetuamente si guardaba los mandamientos de Jehová, de acuerdo con el pacto hecho anteriormente con David. Si no, Israel sería maldito y esparcido sobre la faz de la tierra y el templo destruido, aunque el pacto con David siempre quedaría en pie y se cumpliría en Jesucristo. Al construir el templo, Salomón siguió la política de David, quien había traído el arca a Jerusalén para ligar el estado con el orden anfictiónico, y había unido la comunidad secular con la religiosa bajo la corona. Samuel había rechazado a Saúl y había roto con él; Salomón rompió con Abiatar. Después de terminar el templo, Salomón erigió en trece años un palacio espléndido con otras tres construcciones que formaban parte de este (1 R 7.1–8). Para la construcción de estos edificios, Salomón se aprovechó de su alianza con Hiram, rey de Tiro (ca. 969–936 a.C.), a quien le daba trigo y aceite de olivo a cambio de piedras, madera y obreros capaces (1 R 5.1–12; 2 Cr 2.3–16).

No obedeció las amonestaciones de Dios (1 R 9.1–9; 2 Cr 7.11–22), se volvió orgulloso, se entregó a los placeres carnales y se olvidó del Dios a quien tanto amó al principio (1 R 3.3). Por sus abominables idolatrías y por complacer a sus numerosas esposas extranjeras (1 R 11.1–8; Neh 13.26), Dios le anunció que lo castigaría dividiendo el reino entre su hijo Roboam y Jeroboam I (1 R 11.9–40). El Significado del Templo para los Israelitas lo vemos en 1Reyes 8: 2-53 en lo que se conoce como la dedicación del templo, dicha dedicación coincidió con la Fiesta de los Tabernáculos, alrededor de 11 meses luego

de haber terminado su construcción . La vara de Aarón y la porción de maná que habían sido guardados en el arca (Heb 9.4) no estaban ya allí: habían sido robados o se habían perdido (1 S 6.19).

La nube que llenó la casa de Jehová (v. 10) y la gloria de Jehová (v. 11), son tomadas por algunos como una alusión al Espíritu Santo. Los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar (v. 11).

Evidentemente, la presencia del Señor no se los permitía. Salomón le explicó al pueblo por qué la nube llenó el templo (v. 10): lo había construido para el Señor. Mucho se puede aprender de la oración de Salomón. En primer lugar, Salomón comienza su oración alabando y adorando a Dios (vv. 22–25). En segundo lugar, reconoce su indignidad para estar en la presencia de Dios (vv. 26–30). En tercer lugar, Salomón solicita el perdón de los pecados cometidos por Israel en su trato con los pueblos vecinos (vv. 31, 32), de los pecados que causaron la derrota de la nación ante sus enemigos (vv. 33, 34), de los que trajeron sequías (vv. 35, 36), y de los que dieron lugar a otros infortunios (vv. 37–40). En cuarto lugar, implora la misericordia del Señor para aquellos extranjeros que le temen (vv. 41–43).

En quinto lugar, pide a Dios le dé a su pueblo la victoria en la batalla (vv. 44, 45). Y en sexto lugar, el rey espera que el Señor los restaure si pecaren en el futuro (vv. 46–53). Salomón… extendió sus manos al cielo: Para alabar y dar gracias al Señor. El levantar las manos constituye frecuentemente en la Escritura una expresión de alabanza a Dios. El significado finalmente es que Dios habitaría en medio de su pueblo.

V. ADORADORES EN EL PERIODO DEL REINO DIVIDIDO (931–587 a.C.)

El imperio creado por David comenzó a fragmentarse durante el reinado de Salomón. En las zonas más extremas del reino (1 R 11.14–40), se sintió la inconformidad con las políticas reales. Las antiguas rivalidades entre el norte y el sur comenzaron a surgir nuevamente. Luego de la muerte de Salomón, el reino se dividió: Jeroboam llegó a ser el rey de Israel, y Roboam el de Judá, con su capital en Jerusalén (1 R 12). El antiguo reino unido se separó, y los reinos del norte (Israel) y del sur (Judá) subsistieron durante varios siglos como estados independientes y soberanos. La ruptura fue inevitable en el 931 a.C. El profeta Isaías (Is 7.17) interpretó ese acontecimiento como una manifestación del juicio de Dios.

El reino de Judá subsistió durante más de tres siglos (hasta el 587 a.C). Jerusalén continuó como su capital, y siempre hubo un heredero de la dinastía de David que se mantuvo como monarca. El reino del norte no gozó de tanta estabilidad. La capital cambió de sede en varias ocasiones: Siquem, Penuel (1 R 12.25), Tirsa (1 R 14.17; 15.21, 33), para finalmente quedar ubicada de forma permanente en Samaria (1 R 16.24). Los intentos por formar dinastías fueron infructuosos, y por lo general finalizaban de forma violenta (1 R 15.25–27; 16.8–9, 29). Los profetas, implacables críticos de la monarquía, contribuyeron, sin duda, a la desestabilización de las dinastías.

Entre los monarcas del reino del norte pueden mencionarse algunos que se destacaron por razones políticas o religiosas, Jeroboam I (931–910 a.C.) independizó a Israel de Judá en la esfera cúltica, instaurando en Betel y Dan santuarios nacionales para la adoración de ídolos (1 R 12.25–33). Omri (885–874 a.C.) y su hijo Ahab (874–853 a.C.) fomentaron el sincretismo religioso en el pueblo, para integrar al reino la población cananea. La tolerancia y el apoyo al baalismo (1 R 16.30–33) provocaron la resistencia y la crítica de los profetas (1 R 13.4). Jehú (841–814 a.C.), quien fundó la dinastía de mayor duración en Israel, llegó al poder ayudado por los adoradores de Yavé. Inicialmente se opuso a las prácticas sincretistas del reino (2 R 9); sin embargo, fue rechazado después por el profeta Óseas debido a sus actitudes crueles (2 R 9.14–37).

Jeroboam II (783–743 a.C.) reinó en un período de prosperidad (2 R 14.23–29).

La decadencia final del reino de Israel surgió en el reinado de Óseas (732–724 a.C.), cuando los asirios invadieron y conquistaron Samaria en el 721 a.C. (2 R 17).

La destrucción del reino de Israel a manos de los asirios se efectuó de forma paulatina y cruel: En primer lugar, se exigió tributo a Menahem (2 R 15.19–20); luego se redujeron las fronteras del estado y se instaló a un rey sometido a Asiria (2 R 15.29–31); finalmente, se integró todo el reino al sistema de provincias asirias, se abolió toda independencia política, se deportaron ciudadanos y se instaló una clase gobernante extranjera (2 R 17). Con la destrucción del reino del norte, Judá asumió el nombre de Israel.

El imperio asirio continuó ejerciendo su poder en Palestina hasta que fueron vencidos por los medos y los caldeos (babilonios). El faraón Necao de Egipto trató infructuosamente de impedir la decadencia asiria. En la batalla de Meguido murió el rey Josías (2 Cr 35.20–27; Jer 22.10–12)—famoso por introducir una serie importante de reformas en el pueblo (2 R 23.4–20)—; su sucesor, Joacaz, fue posteriormente desterrado a Egipto. Nabucodonosor, al mando de los ejércitos babilónicos, finalmente triunfó sobre el ejército egipcio en la batalla de Carquemis (605 a.C.), y conquistó a Jerusalén (597 a.C.). En el 587 a.C. los ejércitos babilónicos sitiaron y tomaron a Jerusalén, y comenzó el período conocido como el exilio en Babilonia. Esa derrota de los judíos ante Nabucodonosor significó: la pérdida de la independencia política; el colapso de la dinastía davídica (cf. 2 S 7); la destrucción del templo y de la ciudad (cf. Sal 46; 48), y la expulsión de la Tierra prometida. Algunos adoradores que se destacan en este periodo:

1) ELÍAS: Profeta cuyo ministerio se desarrollo en el Reino del Norte , bajo los reinados de Acab, Ocozías y Joram, aproximadamente en el año 865 a.C. su nombre significa Jehová es Dios. Por su sobrenombre, Tisbita, se cree que nació en Tisbe, en las montañas de Galaad, identificado tradicionalmente con un lugar situado al norte del río Jaboc, hoy llamado Zerka. Se desconoce su origen y antecedentes. Su ministerio profético se narra en 1 R 17–19; 21; 2 R 1–2. Su actividad pública comienza cuando enfrenta a Acab, rey de Israel, para anunciarle tres años de sequía. Por indicación divina, debió esconderse junto al arroyo de Querit, al este del Jordán, y luego en la casa de una viuda en Sarepta, Fenicia. En ambos lugares fue alimentado milagrosamente: en el primero por cuervos, y en el segundo mediante una milagrosa provisión de harina y aceite durante la sequía. Dios se sirvió de él para resucitar al hijo de la viuda (1 R 17.2–24). En su segundo encuentro con Acab, concertado por medio de Abdías su mayordomo, Elías propuso la gran concentración de los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y cuatrocientos cincuenta de Asera, para demostrar delante de todo el pueblo quién era el verdadero Dios.

Los falsos profetas fracasaron al invocar a sus dioses, pero Dios honró a su profeta y contestó su oración enviando fuego del cielo que consumió el holocausto y el altar de Jehová que Elías construyó. Aclaman a Jehová y Elías degüella a los profetas de Baal junto al arroyo de Cisón (1 R 18.1–46) y anuncia a Acab la llegada de la lluvia. No obstante las manifestaciones divinas, ni el pueblo ni sus gobernantes se arrepienten. La reina Jezabel trama la muerte de Elías, quien huye al desierto donde, desalentado, desea la muerte.

Un ángel alimenta al profeta y le fortalece para caminar durante cuarenta días hasta Horeb, el monte de Dios. Allí contempla la majestad de Dios en un silbo apacible y recibe una triple orden divina: la unción de Hazael y Jehú por reyes de Siria e Israel, respectivamente, y la de Eliseo por sucesor suyo (1 R 19.1–17). Pasadas las guerras con Siria, e indignado por la traición conjurada por Jezabel contra Nabot para adueñarse de su viña, Elías vuelve a enfrentarse con Acab y le anuncia la sentencia que Dios decretó (1 R 21.17–24). Esta se cumple para Jezabel en 2 R 9.30–37, pero es detenida por Acab, por haberse arrepentido, hasta el reinado de Ocozías su hijo (1 R 21.27–29; 2 R 10.10–17). Ocozías, que recibe el anuncio de su muerte enviado por Elías, intenta arrestar al profeta por medio de tres sucesivos grupos de personas armadas. Fuego que desciende del cielo aniquila a los dos primeros y el capitán del tercer grupo pide clemencia. Elías perdona al tercer grupo y es conducido ante Ocozías, delante de quien confirma su mensaje de juicio (2 R 1). Eliseo, ya ungido como sucesor de Elías, no se aparta de este. A la vista de cincuenta de los hijos de los profetas, Elías divide las aguas del Jordán con su manto y ambos cruzan el río. Eliseo le pide «una doble porción» de su espíritu. Mientras hablan, un carro de fuego los separa; Elías sube al cielo en un torbellino y Eliseo recoge su manto (2 R 2.1–12). Años después, Joram, rey de Judá y yerno de Acab, recibe una carta de Elías, escrita antes de su arrebatamiento, prediciéndole su próxima enfermedad y muerte (2 Cr 21.12–15). El profeta Malaquías (4.4, 6) afirmó que Elías volvería a aparecer «antes que venga el día de Jehová, grande y terrible». La expectativa por este regreso en el Nuevo Testamento en relación con Juan el Bautista (Mt 11.14; 17.10–13; Lc 1.17; Jn 1.21–25) y con Jesús. Elías aparece en el monte de la Transfiguración con Moisés, junto a Jesús (Lc 9.30–33). Jacobo y Juan lo mencionan en Lc 9.54. Algunos testigos de la crucifixión pensaron que el Señor llamaba a Elías desde la cruz (Mt 27.47–49). Pablo recuerda la escena del monte Carmelo en Romanos 11.2–4, y Santiago (5.17, 18) destaca a Elías como hombre poderoso en oración. En el Antiguo Testamento se mencionan otros tres Elías. Uno era descendiente de Benjamín (1 Cr 8.27) y los otros dos pertenecían al grupo de los hijos de los sacerdotes que se unieron con mujeres extranjeras (Esd 10.21, 26).

2) JOSAFAT: Rey de Judá (ca. 870–848 a.C.), hijo y sucesor de Asa. Durante su reinado se inició una época de amistad entre Israel y Judá que no habían cesado de pelear entre sí desde la muerte de Salomón. Josafat y Acab celebraron una alianza que culminó con el matrimonio de Atalía, hija de Acab, con Joram, hijo de Josafat. Al principio el arreglo pareció muy promisorio, pero el resultado no lo fue. A pesar de la advertencia de Micaías, Josafat salió juntamente con Acab contra Ramot de Galaad. Los cuatrocientos profetas de Josafat habían predicho la victoria, pero Micaías profetizó la muerte de Acab, la cual en efecto sucedió (1 R 22.13–40). Desde el punto de vista político y religioso, Josafat fue un buen rey. Conquistó Edom, lo cual le proporcionó una fuente de ingresos fruto del comercio con los árabes. Segundo de Crónicas dedica cuatro capítulos (17–20) a su reinado y destaca que fortificó ciudades, colocó tropas en las ciudades efrateas que su padre había conquistado y lo temieron todos sus vecinos. Tanto filisteos como árabes le traían tributos y regalos, y logró formar un gran ejército. Gracias a este ejército, derrotó a una coalición moabita, amonita y edomita, después de lo cual convocó a una asamblea popular para buscar el favor de Dios. Josafat se preocupó porque se instruyera al pueblo en la Ley, y envió levitas y sacerdotes a los campos para impartirla. A él se atribuye también el mejoramiento del sistema de justicia, pues estableció jueces en todas las ciudades fortificadas de Judá y una corte de apelación en Jerusalén (1 R 22.1–50; 2 R 3.1–27).

3) EZEQUÍAS: (Jehová es fortaleza). duodécimo rey de Judá (ca. 715–687 a.C.), hijo de Acaz (2 R 18–20; 2 Cr 29–32; Is 36–39). Lo primero que hizo Ezequías como rey fue limpiar el templo y restaurar la verdadera adoración a Jehová. Quitó los lugares altos, rompió las imágenes y abrió las puertas del templo. Destruyó la serpiente de bronce de Moisés porque la gente la adoraba. Celebró la Pascua en gran escala.

Ezequías atacó a los filisteos y reconquistó las ciudades que su padre perdió. Enfrentó invasiones de los asirios. En 722 a.C. los asirios se apoderaron de Samaria, capital de Israel, y llevaron cautivas a las diez tribus. En 701 a.C., Senaquerib, rey de Asiria, tomó las ciudades fortificadas de Judá y sitió a Jerusalén, a la cual ordenó que se rindiera.

Ezequías entró en el templo y extendió las cartas de los asirios ante Jehová y oró. Dios contestó, y esa misma noche el ángel de Jehová destruyó al ejército asirio y Senaquerib regresó derrotado a Nínive. Para la defensa y el mejoramiento del país, Ezequías realizó importantes construcciones. Hizo depósitos, establos y apriscos. Fortificó varias ciudades con muros y torres, e hizo escudos y espadas. Para que Jerusalén tuviera agua fresca, cubrió los manantiales de Gihón y construyó la cañería y el estanque de Siloé, una obra de gran ingenio.

En el apogeo de su poder, Ezequías recibió mensajeros de Merodac-baladán, rey de Babilonia, a quienes mostró todas las riquezas de su dominio. Como consecuencia de su orgullo, Isaías le profetizó que todo se llevaría como botín a Babilonia. Ezequías también supervisó la compilación de los proverbios de Salomón (Pr 25.1). Ezequías enfermó de gravedad y, hallándose al borde de la muerte, se arrepintió y pidió misericordia. Dios le concedió quince años más de vida, después de los cuales murió en paz.

4) JOSÍAS: Rey de Judá (ca. 639–609 a.C.), coronado por el pueblo a la edad de ocho años, después que su padre, Amón, fue asesinado. Los relatos de los libros de Reyes y Crónicas concuerdan en señalar a Josías como el más recto de los reyes de Judá. Debido sin duda a los serios problemas que Asiria tenía con sus enemigos en el Oriente, Josías pudo conquistar rápidamente las antiguas provincias del reino del norte y librarse en gran parte del tutelaje de los asirios. Josías extendió las fronteras de su reino hasta alcanzar los límites que el reino unido había tenido en tiempos de David, con quien lo comparan sus cronistas.

Paralelamente con sus conquistas territoriales, Josías emprendió una reforma religiosa de grandes alcances e implicaciones políticas notables.

Esta reforma tuvo como principal objetivo extirpar del pueblo de Judá las prácticas cananeas y la adoración de las diversas divinidades extranjeras. El hecho de que abarcara también a las provincias del norte, muestra que ya Josías había conquistado dicho territorio. No obstante lo anterior, el reinado de Josías significó un esplendor efímero para el reino de Judá. Toda su gloria, el resurgimiento de la adoración a Jehová y las conquistas territoriales fueron apenas destellos finales en la historia del reino del sur. Josías había visto desplomarse en pocos años el gran Imperio Asirio y la destrucción de Nínive en el año 612 a.C., y además sabía que aunque los asirios luchaban por sobrevivir, sus días como imperio y como pueblo estaban contados. Esto también lo sabían Sofonías, Jeremías, Nahum y Habacuc. Pero no por ello dejaban de anunciar con insistencia la destrucción de Judá y de Jerusalén. A cambio de los asirios, empezaba a levantarse el nuevo e inmisericorde Imperio Babilónico, y este hecho aterraba a Josías. Tantos fueron los temores de este, que cuando faraón Necao salió con sus tropas para combatir contra los asirios, aunque el mismo Necao trató de disuadirlo, Josías se le enfrentó en Meguido. Allí hirieron gravemente a Josías y murió. Su muerte echó por tierra las esperanzas, sobre todo de quienes lo habían comenzado a ver como el esperado restaurador del reino davídico (2 R 21.24–23.30; 2 Cr 33.25–35.27). Aparte de la posible defensa de Sofonías (si se le sitúa en su época), hay una crítica muy severa de Jeremías a su reinado. En 3.6–11 expresa que su reforma fue hipócrita y, en su famoso «sermón del templo» (7.25), denuncia la opresión, la injusticia, la inmoralidad y el culto idólatra. Otras condenas en 6.16–21; 7.1–15; 8.4–9.

VI. ADORADORES EN EL PERIODO DE LA CAUTIVIDAD. (587–538 a.C.)

Al conquistar a Judá, los babilonios no impusieron gobernantes extranjeros, como ocurrió con el triunfo asirio sobre Israel, el reino del norte. Judá, al parecer, quedó incorporada a la provincia babilónica de Samaria. El país estaba en ruinas, pues a la devastación causada por el ejército invasor se unió el saqueo de los países de Edom (Abd 11) y Amón (Ez 25.1–4). Aunque la mayoría de la población permaneció en Palestina, un núcleo considerable del pueblo fue llevado al destierro.

Los babilonios permitieron a los exiliados tener familia, construir casas, cultivar huertos (Jer 29.5–7) y consultar a sus propios líderes y ancianos (Ez 20.1–44). Además, les permitieron vivir juntos en Tel Abib, a orillas del río Quebar (Ez 3.15; cf. Sal 137.1). Paulatinamente, los judíos de la diáspora se acostumbraron a la nueva situación política y social, y las prácticas religiosas se convirtieron en el mayor vínculo de unidad en el pueblo.

El período exílico (587–538 a.C.), que se caracterizó por el dolor y el desarraigo, produjo una intensa actividad religiosa y literaria. Durante esos años se reunieron y se pusieron por escrito muchas tradiciones religiosas del pueblo. Los sacerdotes—que ejercieron un liderazgo importante en la comunidad judía, luego de la destrucción del templo—contribuyeron considerablemente a formar las bases necesarias para el desarrollo posterior del judaísmo.

Ciro, el rey de Anshán, se convirtió en una esperanza de liberación para los judíos deportados en Babilonia (Is 44.21–28; 45.1–7). Luego de su ascensión al trono persa (559–530 a.C.) pueden identificarse tres sucesos importantes en su carrera militar y política: la fundación del reino medo-persa, con su capital en Ecbatana (553 a.C.); el sometimiento de Asia Menor, con su victoria sobre el rey de Lidia (546 a.C.); y su entrada triunfal a Babilonia (539 a.C.). Su llegada al poder en Babilonia puso de manifiesto la política oficial persa de tolerancia religiosa, al promulgar, en el 538 a.C., el edicto que puso fin al exilio.

Por aquella época comenzaron a aparecer las sinagogas, donde el pueblo adoraba, oraba, leía la Ley, cantaba los salmos y comentaba los escritos proféticos. Además, un grupo de sacerdotes trabajaba activamente con el fin de recoger y preservar los textos sagrados que constituían el patrimonio espiritual de Israel. Entre ellos hay que mencionar especialmente a Ezequiel, quien en su doble condición de sacerdote y profeta (cf. Ez 1.1–3; 2.5) ejerció una influencia singular.

En medio de estas condiciones favorables, muchos exiliados desistieron de volver a Palestina; otros, en cambio, conservaron la esperanza y el deseo de retornar a la patria. Entre estos también había quienes no ocultaban su resentimiento contra Babilonia, por los muchos males que les había infligido (Sal 137.8–9; cf. Is 47.1–3). Estos estuvieron seguramente entre los principales animadores del movimiento de retorno.

Hombres que se destacaron por ser verdaderos adoradores a pesar de las circunstancias en que vivía el pueblo, descritas en el Salmo 137, son:

1) EZEQUIEL: (en hebreo, Yehezquel, o sea, Dios fortalece). Uno de los profetas mayores. Por ser hijo de un sacerdote, Buzi (1.3), quizás lo criaron en los alrededores del templo con miras a continuar el oficio de su padre.

Sin embargo, debido a la toma militar de su nación en 597 a.C., lo llevaron cautivo a Babilonia, junto con el rey Joaquín y otros nobles (2 R 24.14–17). Tal vez permaneció en el cautiverio toda su vida. Se estableció primero con los demás cautivos en Tel-abib (Ez 3.15) junto al río Quebar. Pero, como cualquier desterrado, sus pensamientos siempre volvían a su ciudad natal y se interesaba profundamente en todo lo que en ella pasaba. En 593 a.C., cuando ya tenía 30 años (Ez 1.1), la edad cuando por lo general se iniciaba el ministerio sacerdotal, Ezequiel tuvo visiones por las que recibió su vocación profética (Ez 1–3). La esposa de Ezequiel murió de repente el mismo día que Nabucodonosor tomó a Jerusalén (586 a.C.), pero Dios le prohibió el luto al profeta (24.1, 2, 15–18). No se sabe si el profeta tuvo hijos. El libro de Ezequiel refleja el conflicto emocional entre el hombre que se preparó para ser sacerdote (exactitud litúrgica) y aquel que Dios llamó a ser mensajero (pasión profética). El joven que siempre quiso oficiar en el culto del templo de Jerusalén tuvo que aprender a adorar a Dios sin templo y sin sacrificios, en tierra extranjera, y enseñó a su pueblo a hacer lo mismo (cf. Jn 4.23). Sin embargo, siempre mantuvo una vívida esperanza en la restauración completa del pueblo, la ciudad y el templo (Ez 33–48). El ministerio de Ezequiel duró unos veintidós años hasta 571 a.C. (Ez 29.17), y quizás aun más. Junto con Esdras se considera como el padre del Judaísmo del poscautiverio.

2) DANIEL: El cuarto de los profetas mayores. Pertenecía a una familia noble de Judá (Dn 1.6), tal vez incluso de sangre real (Josefo, Antigüedades, X.x.1). En 605 a.C. fue llevado a Babilonia en la primera deportación. Fue educado en la corte de Nabucodonosor, instruido en la escritura y el idioma de los babilonios y se le dio el nombre de ® Beltsasar. Después de unos tres años de educación y de resistir el impacto de la cultura y la religión babilónica, según el libro de Daniel, este y sus compañeros aventajaban a todos los demás, por lo que recibieron buenos puestos al servicio del rey. Se hizo famoso como intérprete de visiones (Dn 2–5). Su fama creció cuando, mediante sus propias visiones, profetizó el triunfo del reino mesiánico (Dn 7–12). Se distinguió por su valor y su tenaz observancia de la Ley. Gozó de la protección especial de Jehová, tanto en la corte (Dn 1) como en el foso de leones (Dn 6). Con gran sabiduría sirvió en el gobierno bajo Nabucodonosor, Belsasar y Darío el medo. Tuvo su última visión en el tercer año de Ciro (536 a.C.) cuando ya tenía 80 años. Según una tradición rabínica, Daniel volvió a Jerusalén con los cautivos liberados por el decreto de Ciro. Fuera del libro de Daniel, la única mención bíblica de Daniel como profeta la hace Cristo (Mc 13.14 // Mt 24.15). Daniel fue un gran adorador en el Daniel 6: 10, podemos apreciar como Daniel entraba en su cámara y se arrodillaba y oraba tres veces al día por la ventana que daba en dirección a Jerusalén.

VII. ADORADORES EN EL PERIODO DE LA RESTAURACIÓN, (538–333 a.C.)

El edicto de Ciro—del cual la Biblia conserva dos versiones (Esd 1.2–4; 6.3–5)—permitió a los deportados regresar a Palestina y reconstruir el templo de Jerusalén (con la ayuda del imperio persa). Además, permitió la devolución de los utensilios sagrados que habían sido llevados a Babilonia por Nabucodonosor.

Al finalizar el exilio, el retorno a Palestina fue paulatino. Muchos judíos prefirieron quedarse en la diáspora, particularmente en Persia, donde prosperaron económicamente y, con el tiempo, desempeñaron funciones de importancia en el imperio. El primer grupo de repatriados llegó a Judá, dirigido por Sesbasar (Esd 1.5–11), quien era funcionario de las autoridades persas. Posteriormente se reedificó el templo (520–515 a.C.) bajo el liderazgo de Zorobabel y el sumo sacerdote Josué (Esd 3–6), con la ayuda de los profetas Hageo y Zacarías.

Con el paso del tiempo se deterioró la situación política, social y religiosa de Judá. Algunos factores que contribuyeron en el proceso fueron los siguientes: dificultades económicas en la región; divisiones en la comunidad; y, particularmente, la hostilidad de los samaritanos.

1) NEHEMÍAS: copero del rey Artajerjes I, recibió noticias acerca de la situación de Jerusalén en el 445 a.C., y solicitó ser nombrado gobernador de Judá para ayudar a su pueblo. La obra de este reformador judío no se confinó a la reconstrucción de las murallas de la ciudad, sino que contribuyó significativamente a la reestructuración de la comunidad judía postexílica, en cuanto al Culto y la adoración. (Neh 10).

2) ESDRAS: fue esencialmente un líder religioso. Además de ser sacerdote, recibió el título de «maestro instruido en la ley del Dios del cielo», que le permitía, a nombre del imperio persa, enseñar y hacer cumplir las leyes judías en «la provincia al oeste del río Éufrates» (Esd 7.12–26). Su actividad pública se realizó en Judá, posiblemente a partir del 458 a.C.—el séptimo año de Artajerjes I (Esd 7.7)—; aunque algunos historiadores la ubican en el 398 a.C. (séptimo año de Artajerjes II), y otros, en el 428 a.C. Esdras contribuyó a que la comunidad judía postexílica diera importancia a la ley. A partir de la reforma religiosa y moral que promulgó, los judíos se convirtieron en «el pueblo del Libro». La figura de Esdras, en las leyendas y tradiciones judías, se compara con la de Moisés.

VII. ADORADORES EN EL NUEVO TESTAMENTO

PERIODO INTERTESTAMENTARIO: La época del dominio persa en Palestina (539–333 a.C.) finalizó con las victorias de Alejandro Magno (334–330 a.C.), quien inauguró la era helenista, la época griega (333–63 a.C.). Después de la muerte de Alejandro (323 a.C.), sus sucesores no pudieron mantener unido el imperio. Palestina quedó dominada primeramente por el imperio egipcio de los tolomeos o lágidas (301–197 a.C.); posteriormente, por el imperio de los seléucidas.

Durante la época helenística, el gran número de judíos en la diáspora hizo necesaria la traducción del Antiguo Testamento en griego, versión conocida como Los Setenta (LXX). Esta traducción respondía a las necesidades religiosas de la comunidad judía de habla griega, particularmente la establecida en Alejandría.

En la comunidad judía de Palestina el proceso de helenización dividió al pueblo. Por un lado, muchos judíos adoptaban públicamente prácticas helenistas; otros, en cambio, adoptaron una actitud fanática de devoción a la ley. Las tensiones entre ambos sectores estallaron dramáticamente en la rebelión de los macabeos.

Al comienzo de la hegemonía seléucida en Palestina, los judíos vivieron una relativa paz religiosa y social. Sin embargo, esa situación no duró mucho tiempo. Antíoco IV Epífanes (175–163 a.C.), un fanático helenista, al llegar al poder se distinguió, entre otras cosas, por profanar el templo de Jerusalén. En el año 167 a.C. edificó una imagen de Zeus en el templo; además, sacrificó cerdos en el altar (para los sirios los cerdos no eran animales impuros). Esos actos incitaron una insurrección en la comunidad judía.

Al noroeste de Jerusalén, un anciano sacerdote de nombre Matatías y sus cinco hijos—Judas, Jonatán, Simón, Juan y Eleazar—, organizaron la resistencia judía y comenzaron la guerra contra el ejército sirio (seléucida). Judas, que se conocía con el nombre de «el macabeo» (que posiblemente significa «martillo»), se convirtió en un héroe militar.

En el año 164 a.C. el grupo de Judas Macabeo tomó el templo de Jerusalén y lo rededicó al Señor. La fiesta de la Dedicación, o Hanukká (cf. Jn 10.22), recuerda esa gesta heroica. Con el triunfo de la revolución de los macabeos comenzó el período de independencia judía.

Luego de la muerte de Simón—último hijo de Matatías—, su hijo Juan Hircano I (134–104 a.C.) fundó la dinastía asmonea. Durante este período, Judea expandió sus límites territoriales; al mismo tiempo, vivió una época de disturbios e insurrecciones. Por último, el famoso general romano Pompeyo conquistó a Jerusalén en el 63 a.C., y reorganizó Palestina y Siria como una provincia romana. La vida religiosa judía estaba dirigida por el sumo sacerdote, quien, a su vez, estaba sujeto a las autoridades romanas.

La época del Nuevo Testamento coincidió con la ocupación romana de Palestina. Esa situación perduró hasta que comenzaron las guerras judías de los años 66–70 d.C., que desembocaron en la destrucción del segundo templo y de la ciudad de Jerusalén.

Es bueno mencionar estos aspectos ya que el pueblo judío luchó contra todas estas influencias imperiales, para mantener su monoteísmo, El imperio Romano sostenía que el Emperador era un Dios y debía ser adorado como tal, siendo esta una de las mayores causas de persecución de los cristianos de los tres primeros siglos después de Cristo.

1) JESÚS: Jesús nos da la clave para adorar en Juan 4:23,24 “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” Con esto lo que quería decir el Señor era que lo importante importa no es dónde se rinde culto, sino la disposición de la mente y el corazón. La verdadera adoración no es una mera fórmula o un ceremonial, sino una realidad espiritual que está en armonía con la naturaleza de Dios, que es Espíritu. La adoración debe ser también en verdad, o sea, trasparente, sincera y de acuerdo con el mandato bíblico. En Mateo Capitulo 6 : 1-18 Jesús nos da otras pautas para la verdadera adoración . Cristo pone la adoración primero, puesto que la relación de uno con Dios determina su relación con el mundo y con las demás personas. La clave es el versículo 1. El pensamiento principal es que nuestra relación con Dios debe ser secreta, para que Dios la vea y no para que la gente la aplauda. Dios no permitirá dos recompensas, una de los humanos y otra del cielo. Establece tres aspectos: A. Dar (vv. 2–4). A los fariseos les encantaba hacer propaganda de sus ofrendas (Mc 12.38–40). ¡Cómo le encanta a la gente de hoy decirles a otros cuánto ha dado! Si este es el motivo para sus ofrendas, ya tienen su recompensa, la alabanza de la gente. Pero no tienen recompensa del Padre. B. Orar (vv. 5–15). Jesús dice: «Cuando ores» y no «Si es que oras»; Él espera que oremos. La primera cosa que caracterizaba a Pablo después de su conversión fue sus oraciones (Hch 22.17). Jesús enfatizó que es un pecado orar para ser visto y oído de otros. La oración es comunión secreta con Dios, aun cuando en la Biblia ciertamente se autoriza la oración. Sin embargo, nadie que no ora en privado debe orar en público; porque eso sería hipocresía. Jesús destaca tres errores comunes respecto a la oración: (1) orar para ser oído de otros (vv. 5–6); (2) orar meras palabras, repetición vacía (vv. 7–8); y (3) orar con pecado en el corazón (vv. 14–15). Dios no nos perdona debido a que nosotros perdonamos a otros, sino sobre la base de la sangre de Cristo (1 Jn 1.9). Sin embargo, un espíritu no perdonador estorbará una vida de oración, y muestra que la persona no tiene una comprensión de la gracia de Dios. La llamada «Oración del Señor» en los versículos 9–13 no fue dada para que se la recite sin sentido. Más bien es un modelo para que lo usemos para aprender a orar. Es una «oración familiar» (nótese la repetición de «nosotros» y «nuestros»). Pone el nombre de Dios, su reino y voluntad antes que las necesidades terrenas de la gente. Nos previene en contra de orar egoístamente. C. Ayunar (vv. 16–18). El verdadero ayuno es del corazón, no simplemente del cuerpo (véanse Jl 2.13; Is 58.5). Para el cristiano el ayuno es preparación para la oración y otros ejercicios espirituales. Quiere decir dejar a un lado cosas menores para ganar algo mayor, y esto puede incluir alimento o sueño.

2) MARIA DE BETANIA: Era hermana de Marta y Lázaro. Era sin duda discípula de Jesús, y cuando este llegó a su casa, dejó a su hermana las preocupaciones domésticas para sentarse a los pies del Maestro. Jesús elogió la acción de María cuando Marta reclamó la ayuda de esta (Lc 10.38–42). Aparece especialmente en la narración de la enfermedad y muerte de Lázaro su hermano, lo cual ocasionó otra visita de Jesús a Betania, y dio a María la oportunidad de mostrar otra vez su devoción (Jn 11.1–44) y su fe en Jesús (v. 32). Más tarde también mostró esa devoción ungiendo los pies del Señor en una expresión de significante adoración (Lc 7.36–50), acto ocurrido casi en el inicio del ministerio de Jesús en Galilea, en casa de un fariseo. Por otro lado, parece que Mateo (26.6–13) y Marcos (14.3–9) sí se refieren a María sin nombrarla y con la diferencia de que el ungimiento es en la cabeza. Jesús interpretó este acto a la luz de su muerte inminente.

3) LOS MAGOS DE ORIENTE: En el Nuevo Testamento mago se refiere tanto a los que tienen sabiduría especial (Mt 2), como a los hechiceros (Hch 8.9; 13.6, 8). Los magos de Mt 2 debieron ser naturales de algún país como Persia, Arabia o Babilonia donde habían vivido judíos desde hacía muchos siglos (cf. 2 R 17.6), y donde se conocería la profecía de la «estrella de Jacob» (Nm 24.17), que formaba parte de la esperanza mesiánica del siglo I. Estos personajes adoraron a Jesús en su nacimiento dando regalos para el Rey, estos regalos fueron Oro, incienso y mirra.

VII. ADORADORES EN LA ÉPOCA APOSTÓLICA

El día de Pentecostés, narrado en Hch 2, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos y los llenó con el poder necesario para proclamar el evangelio por todo el mundo. A esta unción la acompañó «un estruendo como de un viento recio» y la aparición de Lenguas «como de fuego», que se asentaron sobre cada uno de ellos. Comenzaron a testificar en «otras lenguas» y los extranjeros presentes les oyeron hablar «cada uno … en su propia lengua». Se considera que esta ocasión fue el verdadero comienzo de la Iglesia cristiana. Es digno de notar que «las primicias» de los tres mil convertidos se presentaron al Señor en ese día. En el aposento alto donde moraban Pedro y Jacobo, Juan, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Todos éstos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos. (Hc 1: 13,14). Es importante destacar que aquel grupo de personas estaban adorando a Dios, y de esta adoración nació la Iglesia hasta nuestro días.

Algunos adoradores mencionados en la Biblia son:

1) PABLO: (en griego, Paulus, cf. en latín, pequeño). «Apóstol a los gentiles» (Ro 11.13) llamado también Saulo (en hebreo, pedido; Saúl). Probablemente llevaba ambos nombres desde la niñez, pero comenzó a usar el nombre grecorromano al iniciar su ministerio entre los gentiles. Su conversión al evangelio fue una prueba contundente de la veracidad del mensaje cristiano. Sus enseñanzas han contribuido grandemente a la formación del pensamiento cristiano. Como autor, solamente lo supera Lucas en la extensión de su contribución al Nuevo Testamento. Fundó iglesias en Asia Menor, Macedonia y Grecia durante tres viajes misioneros.

Trabajó ministrando en Roma y posiblemente viajó hasta España predicando el evangelio. Sus cartas son un dechado de doctrina y ética sobre los cuales están fundadas las bases de la iglesia cristiana. Pablo establece los principios de cómo debe ser la adoración: Adoración verdadera: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto raciona”. Romanos 12.1. El creyente es un Templo de Dios, su adoración debe ser constante: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” Corintios 3.16. Adoración sin impedimento, “Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos lazo, sino para lo honesto y decente, y para que sin impedimento os acerquéis al Señor.” 1 Corintios 7.35. Malas actitudes en la adoración: 1 Corintios 11.17–32. Transportan ídolos mudos: “Sabéis que cuando erais gentiles, se os extraviaba llevándoos, como se os llevaba, a los ídolos mudos.” 1 Corintios 12.2. Orden en la adoración: 1 Corintios 14.1–40. Participación de todos en la adoración: 1 Corintios 14.26. Evitar confusiones en la adoración: 1 Corintios 14.29–33, 40. Actividad y conducta en la adoración: Efesios 5.19–21. Regulaciones en la adoración: 1 Timoteo 2.9–15.

2) SILAS, Silvano: «Varón principal» de la iglesia en Jerusalén (Hch 15.22) y compañero de Pablo en su segundo viaje misional (15.40). Era judío y a la vez ciudadano romano, al igual que Pablo (16.37); tenía el don de profecía (15.32). Al Silas de Hch generalmente se le identifica con el Silvano de las Epístolas (2 Co 1.19; 1 Ts 1.1; etc.). Silas fue comisionado con Judas Barsabás para acompañar a Pablo y Bernabé hasta Antioquía y junto con ellos llevó el decreto del Concilio de Jerusalén para su confirmación.

Permaneció un tiempo en Antioquía a fin de consolar y edificar a los creyentes (Hch 15.22–35). Puesto que el v. 34 falta en los principales manuscritos, probablemente Silas regresó con Judas a Jerusalén. Después del desacuerdo con Bernabé, Pablo escogió a Silas como compañero, elección que probablemente se debió a tres cualidades de Silas: era ciudadano romano, miembro de la iglesia en Jerusalén y dirigente aprobado en su ministerio en Antioquía. Seguramente manifestó simpatía y tacto en su labor entre los gentiles. Acompañó al apóstol por Siria, Asia Menor y Macedonia hasta Berea (15.40–17.14), donde se quedó con Timoteo.

Después Pablo llamó a los dos desde Atenas (17.15), pero el relato implica que él ya se hallaba en Corinto cuando lo alcanzaron (18.5). Evidentemente, 2 Co 11.9 se refiere a la llegada de Silas y Timoteo y a la ayuda económica que llevaron a Pablo. Segunda de Corintios 1.19 alude al misterio de Silas en Corinto. Silas (Silvano) aparece mencionado con Pablo y Timoteo en las cartas escritas desde Corinto a Tesalónica (1 Ts 1.1; 2 Ts 1.1). Después se le menciona solo en 1 P 5.12, donde parece explicarse que Silas colaboró también con Pedro en la escritura de las cartas de este.

Estos dos hombres Pablo y Silas oraban y cantaban Alabanzas a Dios en la prisión y las puertas de la cárcel se abrieren. (Hc. 16 : 16-40).

RESUMEN Y CONCLUSIÓN
Adoradores Famosos en la Biblia

Antiguo Testamento

Dónde Propósito de la adoración

Gn 22.1–19 Abraham ofreció el máximo sacrificio de su único hijo en el Monte Moriah.

Éx 15.1–21 Después de que los israelitas cruzaron con seguridad el Mar Rojo, Moisés y el pueblo entonaron un canto de alabanza al Señor.

1 S 1; 2 Ana le entregó al Señor a su hijo Samuel como acto de adoración y acción de gracias por la oración contestada.

2 S 6.1–23 Cuando David trajo de regreso el arca del pacto al tabernáculo, danzó ante el Señor.

1 R 18.20–40 Cuando Elías oró el poder de Dios consumió con fuego el altar, y todos cayeron sobre sus rostros y adoraron a Dios.

2 Cr 20.1–30 El rey Josafat designó cantores para que fueran delante del ejército y cantaran alabanzas. Dios entregó en sus manos al enemigo.

2 Cr 29 El rey Ezequías volvió a establecer el culto de adoración ordenando a los sacerdotes que limpiaran el templo y ofrecieran holocaustos. Los sacerdotes cantaban y tocaban instrumentos mientras todo el pueblo adoraba.

2 Cr 34.1–33 El rey Josías destruyó los altares de Baal y las imágenes de madera en Israel y de este modo restauró la verdadera adoración al pueblo.

Nuevo Testamento

Dónde Propósito de la adoración

Mt 2.1–12 Después de un largo viaje, los sabios llegaron a Belén y adoraron al niño Jesús, honrándole con obsequios costosos.

Mt 26.30 Jesús y los discípulos cantaron un himno después de la última cena y antes de salir para el jardín del Getsemaní.

Lc 1.46–55 Maria alabó a Dios con un canto después de oír a Elisabet bendecir al hijo que todavía no había nacido, Jesús.

Lc 2.36–38 Ana, una viuda de muchos años, oraba y ayunaba día y noche en el templo.

Lc 21.1–4 La viuda dio en el templo todo lo que tenía como ofrenda y acto de adoración.

Jn 9.13–41 Después de que el ciego fue sanado, adoró a Jesús.

Jn 12.1–8 María, en la casa de Simón, ungió para la sepultura los pies de Jesús con un costoso perfume como ofrenda de adoración.

Hch 16.16–40 Pablo y Silas oraban y cantaban alabanzas a Dios en la prisión y las puertas de la cárcel se abrieron.

Repasando los dieciséis casos que anteceden , vemos que la Biblia esta llena de hombres que adoraron a Dios y que dieron su vida al servicio de Él.

En resumen

En cada situación Dios es digno de recibir adoración y alabanza. Los personajes bíblicos de fe claramente demuestran ese hecho. Todo el objetivo de nuestro estudio se cumplirá si usted, el lector, interioriza la verdad de que:

Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa;

Tú sustentas mi suerte.

Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos,

Y es hermosa la heredad que me ha tocado.

Bendeciré a Jehová que me aconseja;

Aun en las noches me enseña mi conciencia.

A Jehová he puesto siempre delante de mí;

Porque está a mi diestra, no seré conmovido.

Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma;

Mi carne también reposará confiadamente.

Salmo 16.5–9

Ahora bien un análisis de Juan 4:21-24, nos muestra que durante el ministerio de Jesús se estaban ofreciendo los sacrificios mosaicos en el templo, estos eran sacrificios simbólicos, ordenados hasta el tiempo de reformar las cosas. El Señor dictamina que “ahora es” cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, ha llegado la hora para realizar la adoración real.

Atrás quedó la adoración de Moisés, la adoración de David, la adoración del tabernáculo, del templo de Jerusalén para dar lugar a la adoración verdadera.

Esto nos indica que LA ADORACIÓN VERDADERA NO ES LOCALISTA. Juan 4:21: En la Pacto Mosaico la adoración estaba limitada al Templo de Jerusalén, no se podían ofrecer sacrificios fuera de ese lugar. Pero con la llegada del Nuevo Pacto, todo creyente es llamado a ofrecer adoración continua pues ahora él es el templo del Espíritu Santo. El creyente no está limitado al lugar de reunión, es llamado a ofrecer siempre sacrificio de alabanza en todo lugar.

Hebreos 13:15. LA ADORACIÓN VERDADERA VIENE DE UN ESPÍRITU QUE CONOCE A DIOS. Juan 4:22: El conocer (Ginosko) a Dios no vine como resultado de el conocimiento teórico sino por medio de el conocimiento vivencial que se adquiere por medio de la acción de el Espíritu Santo. Cuando creemos en Jesucristo nos unimos a él de tal manera que llegamos a ser un espíritu con él. 1 Corintios 6:17. Esta unión es tal real que llegamos a adquirir su misma imagen. 2 Corintios 3:18. Por eso este “saber” (Oída), traduce ser igual, semejante, parecido. LA ADORACIÓN VERDADERA PROCEDE DE UN ESPÍRITU PERFECTO (Teleios):Por medio de la obra de Jesucristo, nuestro espíritu fue hecho perfecto y es desde esta posición que el creyente puede ofrecer verdadera alabanza a Dios. Esta perfección no llega como resultado de obras o sacrificios, es fruto de la obra de Jesucristo en la cruz. Por eso el creyente debe reconocer que pertenece hoy a la congregación de los espíritus de los justos hechos perfectos. Hebreos 12:23. DIOS BUSCA LA ADORACIÓN DEL CREYENTE QUE CREE QUE SU ESPÍRITU HA SIDO HECHO PERFECTO. Juan 4:23. La palabra buscar (Zeteo ), traduce se necesita, hace falta, es preciso. Cuando un creyente adora con pensamientos de culpabilidad, indignidad, no está creyendo en la obra consumada por Jesucristo en la cruz, por lo tanto no está en fe y su adoración no es aceptada por Dios pues proviene de un creyente incrédulo. Hebreos 10:14. LA ADORACIÓN DE UN ESPÍRITU PERFECTO ES NECESARIA (dei). Juan 4:24: Es necesaria para Dios la persona que adora con un espíritu perfecto porque: Basa su adoración exclusivamente en la obra de Jesucristo. Adora sentado en los lugares celestiales. Ingresa por fe en la sangre de Jesucristo directamente en el real lugar santísimo.(Heb. 10:19).

Ahora la pregunta es: La iglesia de hoy es adoradora antiguo testamentaria o neotestamentaria? Si estamos dependiendo de un lugar exclusivo para adorar, si adoramos con conciencia de pecado y si adoramos solo durante el tiempo de reunión, somos unos adorares del Antiguo Pacto. Es necesario que renovemos nuestro entendimiento y veamos que nuestra vida debe ser una constante adoración a Cristo y que en los cultos debemos manifestar esa expresión con un sentimiento de dar mas que de recibir. “Derrama como agua tu corazón ante la presencia del Señor.” Lam. 2:19

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